Don Héctor, el ángel guardián de la plaza
By Caseros y su Gente

Don Héctor, el ángel guardián de la plaza

“Encuentra bello todo lo que puedas”
Theo van Gogh

Hace unos días que la primavera viene anunciándose tibia y colorida en el aire, en la gente y en las plazas de mi barrio.
El domingo fue el Día del Niño y a pesar de estar atravesando un raro tiempo de pandemia, o tal vez por ese motivo, la vida pareció explotar en todas partes y muy especialmente en la plaza de mi barrio.

El año pasado una multitud de niños de todas las edades se hubieran dado cita sin acuerdo para andarla sin retaceos. Algunos montados en triciclos, patines o patinetas; otros aprendiendo a dominar sus bicicletas, corriendo tras una pelota, trepando los toboganes, encaramándose a las escaleras de los juegos o paseando sus mascotas amigas, todos hubieran estado ahí, como manifestando su deseo de decirle sí al sol, al aire puro y al amor de ese día.

La plaza, un sueño del barrio desde que yo era chica, cuando el campito era sólo un baldío, se hizo realidad y hoy luce árboles altos, frondosos y esbeltos: palmeras, olivos, jacarandaes y palos borrachos, santa Ritas, frecuentados por palomas, calandrias, gorriones, y tantas especies cuyos nombres no conozco.
Hace tiempo que un espectáculo muy lleno de vida no se hace presente en nuestra querida plaza pero este Domingo, los niños nos dieron esa vital sorpresa reuniéndose cautelosamente a celebrar sus infancias .
Me quedé extasiada mirando la tarde poblada de los cuerpos pequeños que gozaban de cada metro cuadrado de la plaza.
Al salir a caminar encontré a don Héctor Pezzatti, un vecino nonagenario que vive frente a la plaza, en el  pasaje Tupungato, cuya presencia siempre me llena de admiración y alegría porque nunca le falta la sonrisa y el hablar pausado de los que ya no tienen apuro y se dan ese raro lujo de mirar cada instante.

Sé que don Héctor, para colaborar con el bienestar de la plaza, se ocupa de vaciar los cestos de basura. Ha comprado varios equipos de tejo que comparte con quienes quieran jugar según sea la edad y la práctica que tengan en el juego. Ha sumado 25 metros de manguera a los que ya tenía para poder llegar a regar plantas que están más lejos, que mantiene conversaciones con los visitantes de la plaza y que a veces se anima a recordarles a quienes pasean sus mascotas, que no olviden recoger lo que deben para que los chicos puedan andar sin riesgos.

Conocí a don Héctor cuando en las noches de enero caminábamos con mi padre por esa misma plaza, él llevando de su brazo a su esposa y yo, a mi padre, sin apuro , buscando la frescura de la brisa veraniega. Dábamos la misma vuelta y nos cruzábamos reconociéndonos buscadores del mismo frescor. Nos saludábamos y empezábamos a compartir esas lindas charlas nocturnas bajo la luna y las estrellas.

Hoy don Héctor ya no tiene a su señora, ni yo a mi padre. Lo veo tomando sol en soledad, ya sea en la vereda de su casa, o en algún banco nuevo de la plaza renovada. Busca acompañarse de todos esos seres que deambulan frente a su mirada: unos caminan hacia el mercado, otros cumplen sus rutinas de ejercicios diarios. Él es un espectador por excelencia pero no sólo eso, es un guardián y protector y el gran propulsor de la cancha de tejo de la cual se enorgullece cuando cuenta la historia de cómo le fue concedido su deseo. Nos contó que yendo a la ferretería del barrio, le contó a su dueño de su anhelo de tener una canchita para matar el tiempo. Y el ferretero, que supo reconocer el valor de ese sueño, le prometió que esa canchita anhelada se convertiría en realidad.
Y así fue.
Ahora sólo falta esperar que alguien llegue con deseo de arrojar los tejos y de pasar un rato en compañía. Además me contó que compró una manguera bien larga para regar las plantas y especialmente los arbustos de la esquina que él mismo plantó hace años.

Así es como nuestro barrio, cerca del límite con Villa Bosch, a pocos metros de la estación del ferrocarril Urquiza, se puede decir que cuenta con personajes ilustres como don Héctor, que velan por la belleza del barrio para que, quien quiera mirarla, se sirva de ella sin abonar más que con una parte de su alma dispuesta. Sólo queda recordar que existe y que ella espera generosa para abrazar a quien se acerque.

Silvia De Monte

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