Por la ventana veo la lluvia. Es tan intensa que parece que hiciera años que no lloviera. Mi mirada se distrae con el afuera pero inevitablemente vuelve al adentro, recorre coda uno de los lugares, cada uno de los rincones y la película de los recuerdos sigue corriendo. Miro la ventana, miro todo el local, donde tantos momentos pasaron y quizá inconscientemente, o no, mis viejos pasos viejos, me trajeron hasta aquí.

Hoy es todo diferente. Si aquello fue un algo distinto a la oferta de la época, esto, hoy, es un muy coqueto y delicado bar. Pero más allá de las dimensiones de tiempo y espacio, las coordenadas de la vida hacen que hoy, aquí, ahora y por unos momentos, sólo por un simple lapso, el que dura la tormenta de los recuerdos  – Ay… ¡ quién puede decir cuánto dura un recuerdo! –  este ámbito vuelva a ser Chopiteca (legendario bar de la calle Urquiza, casi av. San Martín) ). Un punto de encuentro de personajes tan versátiles, como pocos han imaginar en la vida misma. Ahí se daban cita los langas. Los que sólo tenían como tema de charla las minas que se levantaban y cuantas habían sido.

Pero lo cierto del caso era que siempre estaban solos, jamás alguno vino a mostrar alguno de sus “trofeos”. En el mismo ámbito convivían los seudo hippies o adeptos a la música progresiva, los que filosofaban sobre las cuestiones sociales y políticos de aquellos años setenta, los fanáticos del futbol, los entendidos del rugby, los libres pensadores de café, los que pasaban noches enteras jugando ajedrez, los del teatro independiente, los intelectuales y los sospechosos de siempre.

Justamente hoy vamos a hablar de un grupo de jóvenes y otros no tanto, que se reunían noche a noche a discutir sobre las nuevas corrientes literarias, las formas de abordar la expresión y el eterno debate: Cortazar, Borges, Sábato, en fin… noches y noches. Y una de esas (quizas una noche como este día) donde la lluvia marcaba el tiempo – y que por esa razón los parroquianos cantaron el ausente – fueron ellos los únicos protagonistas, y también una parejita en un rincón que gamas se enteró lo que pasaba. En ese marco, aprovecharon y confeccionaron el acta fundacional del Club de las Lapiceras Livianas. Esto a partir de ese momento pasaría a ser el ente que regiría a aquel grupo de escritores. Se trataba de Juan Sedze, Mario Juangorena, Lucía Alvarez, Jhonny Pizarello, Charly Gómez, José Canatta, Ana María (no logro recordar su apellido), la Negra Isabel y, entre otros, éste que recuerda. Las actividades tenían más voluntarismo que orden (es como debe ser un grupo creativo), nos juntábamos todas las noches y una o dos veces por semana la cita era en el Ateneo Popular de Caseros (Urquiza, casi esquina Cavassa), donde las voces se levantaban de la palabra escrita y hasta a veces los del grupo de teatro independiente le ponían sus tonos a nuestros poemas o cuentos.

Sería inagotable el recuerdo y la cantidad de anécdotas que generó este grupo, pero quizá la que no puede quedar fuera, y menos hoy, era aquella en que Juan y Mario, a veces acompañados por alguien más o, la mayoría, solos, salían a recorrer las calles de Caseros a buscar nuevos escritores, para sumar al club ¿El método?… caminar por las madrugadas sin destino cierto y, donde veían una luz encendida, tocar timbre para ver si quien estaba levantado a esas horas era alguien que estaba escribiendo. Sería imposible redactar, en esta ultra síntesis, las corridas, los insultos y otras cosas padecidas por estos quijotes, pero, bueno, era el placer de los días donde los ideales alimentaban nuestros deseos y el poder de la palabra era tan inmenso, que lo llenaba todo.

Para todos ellos y muy en especial, al viejo Juan y al Gordo Mario, estén donde estén… en el cielo con la Madre Teresa o junto a los gnomos de la magia, despertando amaneceres, valga este recuerdo. No dela de llover y a mi mente vienen los charcos del adoquinado de 3 de Febrero, el boulevard de avenida San Martín y el viejo puente de la estación… Pero, bueno, eso es de otra historia y, seguramente, de otro cuento…

QUIQUE SARUBBI