
CAVASSA Y MORENO… ¡SI ESTE PILAR HABLARA!
Fue testigo cabal del tiempo adolescente de la Barra de Dolina…
El Gallego Luis Hernando alguna vez nos dijo: “Los muchachos parábamos ahí porque el dueño nos dejaba, siempre que no dijéramos malas palabras y que nos fuéramos cuando él bajaba la cortina para irse a dormir; entonces, nos corríamos hasta el paredón de Prada… ahí nos quedábamos hasta la hora que queríamos o hasta cuando nos corría la policía”.
En esa esquina, a finales de los ’50, se juntaban Tuti lacaruso, el Tano Amadeo, Héctor Ferrarotti, Palito Bagna, Héctor Baldessari, el Colorado Alonso, Toto y Beto Marocchi, el Negro Dolina, Omar Vescina, Coco Rearte, Carlitos González, Omar De Zan, Omar Vexina, Tito Dallasia…
Alejandro Dolina, en la revista La Maga, precisó:
– ¿Cómo estaba formada su barra, cuántos miembros la integraban?.
-Era un grupo no tan grande, diez o doce. Pero como en todas las barras creo que ésta también tenía su centro y periferia. Había un centro íntimo y una periferia que sólo intervenía en grandes ocasiones (…) cuando había lo que llamábamos un asalto o una fiesta.
SIEMPRE ALGUNO HABÍA…
La rutina consistía prácticamente en sentarse en la misma esquina, donde había un chalet que tenía unos pilares muy a propósito para sentarse. Yo he visto que el chalet está pero el dueño le ha puesto unas rejas, seguramente harto de que se le siente allí la gente. Esa esquina era como solían ser algunos cafés de Buenos Aires, uno iba allí sabiendo que más temprano que tarde alguien iba a llegar para conversar. Entonces, uno se sentaba a la nochecita, estamos hablando de los doce, trece años, el tiempo que va desde el final de la niñez al principio de la juventud, la parte – creo yo – más interesante y más movida de lo que podríamos llamar una barra, cuando no éramos del todo niños pero tampoco del todo muchachos. Allí, uno llegaba y siempre alguno había, siempre alguno había…
– ¿Qué hacían entonces cuando se juntaban?.
– En principio no hacíamos nada, sólo se trataba de estar ahí y molestar al universo. Se daban esas conversaciones propias del nacimiento de la adolescencia, cuando uno pone en práctica esa tendencia a ejercitar lo peor de uno mismo nada más que para evitar ser tenido como blando. Voy a hacer una descripción que no es muy favorable: aquél de la barra era un mundo muy duro, había que procurar ganarse un lugar que, desde luego, no se conseguía con el dinero ni por los antecedentes de buena familia, al contrario. Ser de una buena familia del lugar no caía muy bien que digamos, eso era más bien un escarnio. Entonces había dos o tres cosas con las que ganar prestigio. La primera era jugar bien al fútbol, la segunda – casi tan importante como la primera – era saber defenderse, al punto de tener que ganarse el prestigio a piñas. Y la tercera era saber hacer uso de la inteligencia y de la rapidez mental a favor de un humor atorrante que también generaba una especie de prestigio. Es decir que uno en todo momento debía demostrar, siempre a partir de los particularísimos cánones del grupo, que uno no era un estúpido, ni un flojo, ni un delator. De ese modo, se lograba ser reconocido como miembro. De todos modos, por debajo de estos rigores más bien indeseables circulaban unos afectos que a veces tenían que luchar contra esa preceptiva. Y yo creo que es lo que me ha quedado. El afecto que se iba ganando a veces por caminos más oscuros y que ninguno de nosotros percibía.
Parte de la barra de Cavassa y Moreno, en un Día de la Primavera