El hombre se reconocía afortunado. Cada mañana, le ponía ganas para que su buena fortuna no le fallara. Me levanto y agradezco por mis dos brazos, por tener dos piernas, por el sol, por el poder discernir, enumeraba.

Seguramente, usted, vecino, lo conoció. Se trataba del señor delgado, algo peladito, que parado cerca de la puerta de Edén del Bebé (avenida San Martín, entre Urquiza y Valentín Gómez), vendía “biromes, pilas, pañuelos, prestobarbas “, detallaba. Y agradecía a Marta y Atilio, los titulares del comercio que “hace más de trece años permiten ponerme a vender”. Extendía su agradecimiento a Margarita Suárez y Blas Mercado, los antiguos dueños del “Edén…”, ya fallecidos.

Se llamaba Miguel Ángel Andrés, algunos, cariñosamente, le decían Tafirol. Vivía en Lisandro de la Torre y Fleming, en Barrio Evita, junto a su hermano Alfredo. “Somos dos solterones”, nos dijo, alguna vez, sonriendo. Sonreía repetidamente y, aunque no lo hiciera, el rasgo le había quedado estampadocomo suele ocurrirle a quienes sonríen repetidamente. En la tarjeta que no tenía se presentaba como vendedor ambulante. Ambulante, reafirmaba con cierta jactancia, mientras señalaba las bolsitas de plástico donde acarreaba su mercadería. Ambulante porque cuando no estaba a la altura de la salida del túnel de avenida San Martín, probaba suerte en Liniers o en las ferias callejeras del barrio. Ambulante porque quería respetar a los comerciantes establecidos, avisaba.

Fue alumno de la 222, la escuela querida de Perú y Lavardén. La temprana muerte de su padre lo dejó endeble para enfrentar la vida junto a su madre y sus cuatro hermanos. Pero “salimos adelante con una hermosa pobreza”, aclaraba.

Apenas colgó el guardapolvo almidonado, se la rebuscó para arrimar lo que podía para llenar la olla. Fue cadete de farmacia, vendedor de jugos Pindapoy en la cancha de San Lorenzo, canillita en trenes, tranvías, colectivos, bares y pizzerías “en los tiempos en que se dejaba entrar a vender diarios… la noche del domingo en que Roma le atajó el penal a Delem (9 de diciembre de 1962), vendí 140 diarios La Razón”, recordaba. Todavía adolescente, ingresó al café Los Mandarines; empresa donde recorrió todos los escalafones hasta ser nombrado encargado. Décadas después, la firma cambió de titulares y se quedó sin trabajo. Empeoró el momento que su mamá se enfermara y quedara al cuidado de los dos hermanos, hasta que falleció en 2001. Su alma de buscavidas lo llevó a pelearle al desempleo convirtiéndose en vendedor ambulante.

Miguel tenía una habilidad envidiable: sabía silbar. Silbaba valses, milongas y chacareras. Y también cantaba bajito mientras ofrecía biromes en avenida San Martín. Le gustaba mucho el tango y se jactaba de que sabía de tango. Se recordaba en sus tiempos mozos como concurrente semanal a los espectáculos donde sonaba el dos por cuatro. Además, reconocía: “Me encanta hablar con la gente. Salir de casa y hablar me hace bien, por eso no necesito ir al psicólogo. Y yo siempre saludo a la gente aunque no me compre”. Fue simpatizante del Pincha de La Plata y también del Jota Jota. Sobre otras aficiones, comentaba que le gustaba ver en la tele los programas que hablan “de los misterios del mar, de la vida de los animales, de los bosques…”. También le gustaba hablar de política, cómo no. “Pero soy un tipo equilibrado, no fanático, ojalá en la Argentina terminemos con este eterno Boca River”.

Al despedirnos, recuerdo que soltó como quien no quiere la cosa, que “hay gente que cree en Dios y hay gente que vive de Dios”. Y se dio tiempo para algo más: “A la gente que se jubila o que se queda sin trabajo, le aconsejo que no se quede en casa, que siempre haga algo porque sino se enferma”. Nuestro vecino sabía de lo que hablaba.

Falleció hace hoy justo un año, a sus 72 abriles, cuando el traumático 2020 recién nacía.