Apenas quince años tiene Manuel Regueiro mientras espera en el Hotel de los Inmigrantes que por favor alguien lo venga a buscar y lo rescate de este lugar que aloja a quienes recién bajan de los barcos. Sin dudas, la familia que lo había reclamado, se olvidó de él y se siente muy solo en este desconocido país que se llama ¿Argentina?. Semanas atrás había dejado su Santiago de Compostela natal.

Los días pasan y la espera en el Hotel se le hace angustiosa, intolerable. Es la década del ’20 y gobierna, alguien comenta, un tal Marcelo Torcuato de Alvear. Al ansioso muchachito todavía le parece escuchar las palabras con que su abuela lo despidió en España: «Vete, Manuel… vete a América. Trabaja mucho y sé feliz».
Un carrero piadoso, por fin, lo alcanza hasta la casa de sus despistados paisanos. 

Tras un tiempo en Montegrande, Manuel llega a Caseros y se emplea en la Farmacia ltaliana, la de don Miraglia, ubicada en la calle Rivadavia (actual Valentín Gómez), entre 3 de Febrero y avenida San Martín. Trabaja de sol a sol, duerme en una piecita del fondo, sobre un colchón lleno de chinches, tirado en el suelo.

Todavía es jovencito cuando habilita su propio emprendimiento en el Mercado Modelo, en 3 de Febrero y Urquiza : un puesto de venta de rabasillo, kerosén, carbón y maíz. Comparte espacio con la pollería de Sanchís, la panadería de Elvira de Magistris, la verdulería de Vacari y la de Landi, la carnicería de Franceschi y la de Salinas. A puro tesón, el galleguito prospera e inaugura, en el mismo espacio comercial, una despensa y fiambrería a la que con cierto agrande denomina: «La Primera del Mercado» y que le pelea palma a palma la clientela a don José Ottonelli, que se especializa en pizza pero también vende mortadela, salame, queso mantecoso y afines.

Manuel se convierte en proveedor del Casino de Suboficiales y cada mañana pedalea, pedalea y pedalea, con el triciclo desbordado de mercadería hasta Campo de Mayo, sorteando zanjones, pozos e infinitas calles de tierra y barro. Llueva, granice o el sol raje la tierra: cada día, Manolo pedalea y cumple con el pedido para abastecer la cantina del instituto militar. Así es su vida: trabajo y más trabajo; nada de fútbol, cine, milonga u ocio en el café de la esquina, lo suyo es el trabajo. Son quince, dieciséis, las horas laborables. Pronto son siete los triciclos y siete los pedaleadores que llevan los pedidos a Palomar, San Andrés, Villa Ballester, Sáenz Peña, donde fuere.

Lo único que lo aleja de su esforzada rutina es el amor: el españolito se enamora perdidamente de Adelina Esperanza, una de las bellas hermanas Romani, las de la calle Constitución, que marean a los muchachos del barrio. Manuel y Adelina se casan en el ’51. El matrimonio tiene dos hijos: Alfredo y Cristina.

A puro trabajo, cómo sino de otra manera, inaugura, en avenida San Martín, entre Urquiza y Belgrano, Casa Regueiro, la que vende de todo; incluso, autos lsard.

Manolo ya es un vecino destacado en Caseros cuando se convierte en socio fundador del Rotary Club Caseros. Gracias a su pujanza, puede volver una y otra vez, junto a su esposa, a visitar su terruño, el mismo del que se había alejado siendo tan mocito.

Aquel españolito que en los años ’20, con ansiedad esperaba, en el Hotel de los Inmigrantes, que alguien lo vinieran a buscar, falleció el miércoles 8 de marzo de 2006, a sus 92 años.