“Cuando un panadero caía enfermo, el médico decía: ‘Déjenlo dormir y, cuando se despierte, que se vaya a su casa’…el ‘tordo’ ya sabía que lo único que necesitaba el tipo, para curarse, era descansar. Antes, ser panadero era muy sacrificado; ahora, es una papa”,  nos describió en cierta oportunidad El Flaco Asurmendi, vecino de la calle Rauch, entre De Tata y Fischetti, y titular de la panadería “La Margarita”.

El hombre era del año treinta y panadero de pura cepa. Vivió a pleno la época en que su profesión era puramente artesanal.

Nos explicó: “No cualquiera podía ser maestro panadero. Aprender el oficio llevaba años. Dependía de las agallas que le ponía cada uno. Conocí gente que empezó limpiando latas y terminó limpiando latas porque no le dio el cuero para otra cosa. El maestro panadero era una especie de artista, tenía mucho amor propio… era una cuestión de orgullo. Lo mismo pasaba con el facturero y el pastelero… y nadie se metía en la especialidad de otro…”.

El padre del Flaco se llamaba José y era un español tan laburador como lechehervida.

“Discutía especialmente por cuestiones de trabajo… porque le gustaban las cosas derechas. Se calentaba tanto que capaz que te tiraba con lo que tenía a mano. Ahora, eso sí; a los diez minutos se le pasaba el engrane y era capaz de regalarte hasta el pantalón que tenía puesto. Un baluarte, el viejo”.

Asurmendi fue sobrino de una tía legendaria, Nélida Ferrario: “Era un personaje, atendía su almacén (ubicado en la misma cuadra que la panadería), tenía un empuje y un carácter increíble: cargaba sifones, manejaba el carro de repartos. Cuando subía las escaleras y alguno le miraba las piernas, le gritaba ‘¡Qué estás mirando vos, che!’… hay cien anécdotas de ella, fue una mujer bárbara, muy noble…”.

Antes de ser panadero, el Flaco fue ayudante en la biblioteca Alberdi, lustrabotas y canillita que vendió “la sexta para Quito Fattore”.

También fue:

– Un buen número tres de la escuadra del Jota Jota y del desaparecido club Caseros Social. Su carrera futbolística se truncó porque “había que trabajar y la panadería imponía los horarios… terminaba el partido y tenía que salir corriendo para el negocio”.

– Bailarín en la pista de Villa Excelsior, en el club de la Vicri, en el club Unión y sobre todo, “en Atlanta donde iba seguido porque era fana de José Basso”.

– Habitué del cine Luchetti, mascarita en los corsos caserinos, jugador de truco en el bar Los Pichones, pretendiente de señoritas del otro lado de la vía. “Paseaba con alguna chica por la Petit Florida (calle 3 de Febrero) y ya me venían a prepear porque era del otro lado de la barrera”, recordó Asurmendi quien dio cuenta de que no se perdió una pero siempre fuera de las horas de trabajo “porque el trabajo era sagrado”.

“Mi madre, María Teresa Ferrario, trabajaba de sol a sol… no descansaba nunca. Cuando yo era chico y terminaba de vender los diarios, a eso de las diez de la noche, me iba a casa con una pizza que comía con mi vieja… ella se quedaba pasta la madrugada cosiendo ropa. Estábamos solos porque mi viejo estaba en la panadería… entonces, con mi mamá comíamos  pizza y escuchábamos la radio ¡éramos los más felices del mundo!… Recuerdo que cuando iba al cole, mi vieja me envolvía una flauta grandota con mortadela, cortada en tres partes… una para cada recreo”.

A Asurmendi se le iluminaba el rostro cuando mencionaba a su madre. “Cuando en el ’53, mi viejo abrió esta panadería, mi mamá se ocupaba de todo… atendía el mostrador, lavaba, hacía la comida… a la mañana preparaba el café con leche para todos los empleados y todo lo hacía con alegría. Para ella, no había nadie malo, tenía un corazón así grandote… esta panadería se llama ‘La Margarita’ por mi finada abuela, pero todos la conocían como ‘la panadería de doña María’”.

Nuestro vecino era panadero como lo fue su padre y también su abuelo, “uno de los primeros de Devoto”.

Su inicio en la profesión fue en la década del ’40 cuando su padre compró el fondo de comercio de la panadería La Modelo, de Ramón Villamarín. Más de medio siglo después, seguía trabajando. Recordaba con afecto aquel olor y sabor del crujiente pan artesanal horneado por la sabiduría de los viejos maestros. Como si contara una película, pasaban por sus palabras exquisiteces olvidadas: “Ensaimada, galleta marinera y cubana, criollitos, pan milanés, roseta, rondín de cinco piezas el kilo, flauta… aunque ahora a las flautas le dicen baguette”.

Nuestro entrevistado se llamaba Roberto José Asurmendi. Tenía dos hijos – Roberto y Eduardo – y cuatro nietos. Se confesó simpatizante del Jota Jota y de River.

Entres sus recuerdos caserinos figuraban los lecherosFloro Razeto, don Mariano, Miguelito ‘Tirateta’, Salzini… cuando terminaban de vender la leche; algunos, al pie de la vaca, iban a tomar tinto al almacén de mi tío”.

Carniceros: “Los Torchia, la viuda de Martínez que trabajaba con su hijo…”.

Carteros: “Ferrari, Carró”.

Una anécdota

 “El sereno hacía el rondín y tocaba el silbato cada tanto; primer, iba a caballo y, después, en bicicleta… pero no pasaba nada. A lo sumo, se robaba una camiseta que estaba tendida. Una vez, una vecina llamó a la policía porque le habían robado una gallina. Cuando la policía llegó a la casa de la familia acusada, se encontraron con que ya estaban sirviendo el puchero”.