María era bajita y movediza. Su aparente fragilidad parecía desmentida por sus continuas ganas de hacer y hacer cosas. Nació en Rufino el 8 de diciembre del ’18 y fue compañera, en la primaria, de quien fuera esposa del goleador riverplatense Bernabé Ferreyra.

Hija de un ferroviario “inspector   de bodegas”, su niñez fue alborotada por los constantes traslados a los destinos que le asignaban a su padre.

“Viví en San Juan, Mendoza, San Luis, Junín… acá en Caseros, estuve un año y fui a la escuela que estaba en 3 de Febrero y Belgrano”, nos contó en cierta oportunidad.

A su época en Rufino la recordaba con calidez: “Éramos una familia humilde, como todas, y vivíamos con sencillez…pero no importaba si no teníamos tantas cosas”.

De una u otra manera, en su familia se las arreglaban para llenar el puchero que poco se preocupaban por los vaivenes de la Bolsa o el valor del dólar sino por “agachar el lomo y tirar para adelante”.

“Cuando queríamos tener algo fresco, lo poníamos en una canasta y lo bajábamos a la sombra del aljibe”.

“Tanto a mi hermano como a mí, nos enseñaron a no despreciar jamás la comida; mamá nos decía: ‘Si la comida nos parece rica hay que agradecer a Dios porque es sabrosa; y si no es rica, hay que pensar que otros ni siquiera pueden comer eso’…”.

Los padres de María eran españoles y jamás leyeron a Freud pero algo conocían de la vida.

Ya jovencita, “una vez por mes venía a Caseros de vacaciones y me albergaba en la casa de una familia amiga… yo, en esas semanas, aprovechaba para ir a bailar al club República”.

En 1940, su padre fue destinado definitivamente a estos pagos. “Como siempre fuimos muy religiosos, me pidió que buscara una casita en los alrededores de la iglesia y elegí una en la calle David Magdalena, entre Mitre y La Merced, que es donde ahí vivo”, precisó María.

Fue bibliotecaria durante cinco años en la Alberdi – “en la época de don Fernandes D ‘Oliveira, un hombre muy bueno” –  y, más tarde, ingresó al ferrocarril, como empleada administrativa, donde trabajó hasta jubilarse, en 1980.

“Algunos vecinos todavía recuerdan cuando salía corriendo desde mi casa para tomar el tren de las cinco menos diez porque entraba a trabajar a las seis… iba por las vías, saltando los durmientes”.

Estudió piano – “me enseñaba la mamá de Horacio Tedesco – y supo dar un concierto en la biblioteca Alberdi. Fanática de la ópera, “iba seguido al teatro Colón… entraba a un lugar que se lo conocía como “Cazuela de pie”, desde donde se veía bien el escenario y donde la entrada costaba más barata”.

“Fui muchísimas veces; incluso, estuve en aquella  velada de gala donde Evita se puso el vestido ese que dio tanto que hablar”.

A pesar de su profunda fe y de que su hermano Ricardo se consagrara como sacerdote, María no sintió la vocación de vestir los hábitos.

“Eso sí, trabajé durante cinco años todos los días, de sol a sol, así me gane las extras para viajar a Lourdes (Francia) durante los festejos por el centenario del santuario; estuve tres meses en Europa, recorriendo los santuarios más conocidos…”.

La mayor parte de su vida caserina estuvo relacionada con la parroquia La Merced y, por supuesto, con la escuela.

Integró el grupo “Acción Católica”, del cual llegó a ser presidenta , y prestó continuamente su colaboración en lo que fuera: desde lavar y barrer, o atender en la secretaria parroquial, hasta ayudar a despachar en el quiosco escolar.

Allá donde hacía falta, estaba María. Alguna vez, le entregaron un diploma donde se le reconocía su invalorable “dedicación al templo”. Los alumnos la querían y ella les retribuía el cariño.

Los chicos me dicen ‘abuelita’…

– Le gusta que llamen en así…

Ayyy… me gusta mucho, así parece que tengo un montón de nietos…

En los recreos, o en las horas libres, le pedían permiso para jugar a la pelota y, aunque parecía que lo negaba, aflojaba enseguida.

“Incluso tengo una pelota escondida para prestarles…”, nos susurró

María Baztán jamás se casó… “tuve algunas ‘simpatías’… pero, bueno, Dios no quiso” y ya no le quedan familiares.

“Cuando sea más viejita, me voy a internar en el asilo de ancianos ‘San José’, en Ciudadela”.

El día en que cumplió quince años, su padre le regaló un cuadro, que siempre conservó; allí se lee: “Florecer donde Dios nos ha plantado”.

Esa fue la máxima que respetó siempre y la que interpretó fielmente prestando su ayuda desinteresada.

La querida María Baztán falleció hace veinte años – el 18 de marzo de 2021 – a sus 82 años.