Miguel Angel Aldeco nació y creció en el Barrio Derqui (“en la manzana 9, casa 96”). Cumplió el servicio militar en los cuarteles de Ciudadela y, en 1982, cuando estaba por ser dado de baja, Argentina entró en guerra con los ingleses.

El por entonces joven de Caseros fue transportado a las Islas Malvinas. Nada, en su vida, volvió a ser igual.

Años atrás, nos contó:

  • Estábamos acuartelados en Ciudadela y un sábado nos llevaron a Palomar para transportarnos en avión a Comodoro Rivadavia. Recuerdo que era un sábado porque mientras íbamos a Palomar, veíamos a los chicos que hacían cola para entrar en las discotecas.
  • De Comodoro, nos llevaron a Malvinas. Viajábamos con buen ánimo, entonando cantitos contra los ingleses. Al acercarnos a las Islas divisamos, como dice la canción: “…un manto de neblina”. Recuerdo eso y se me pone la piel de gallina… sentí mucho, sentí que verdaderamente es un pedazo de nosotros… a pesar de que, hasta ese momento, sabía poco y nada de Malvinas.
  • Acampamos cerca de Puerto Argentino y, la primera noche, dormimos en unos contenedores que, al principio, nos reparaban del viento pero al amanecer era como estar en una heladera.
  • Los primeros días nos dedicamos a descargar municiones y a cavar pozos. Cada tanto, yo iba al puerto porque era “fourriel” y me ocupaba de los encargues.
  • El primer ataque inglés lo padecimos el 1 de mayo, de madrugada. Estábamos descargando municiones en un galpón y tuvimos que salir corriendo porque el lugar era un polvorín. Corrimos como tres cuadras hasta un descampado; estábamos diseminados, desconocíamos donde estaban nuestros jefes y ellos tampoco sabían donde estábamos nosotros. Algunos muchachos les tiraron a los Sea Harrier con los fusiles FAL como si se les pudiera hacer algo.
  • El ataque siguió durante la mañana y pudimos ver como cayo un avión inglés.
  • Me di cuenta de que en esos quince días no habíamos hecho nada práctico como para enfrentar una guerra. Después de ese ataque, nos organizaron un poco mejor.
  • El clima es frío y llovizna mucho. Las ráfagas de viento son muy fuertes. Una vez, salté un montículo y el viento me agarró en el aire y me volteó.
  • A mis padres les mandé muchas cartas y recibieron la mitad. Ellos me mandaron muchas más y no recibí ninguna.
  • Cuando íbamos a buscar comida, nuestro jefe tenía que pelearse para que nos aumentaran la ración de polenta y fideos.
  • Los ataques se fueron sucediendo. El 25 de mayo, mientras estábamos en formación, se elevó frente a nosotros un helicóptero inglés que disparó dos misiles. Uno cayó al mar y el otro impactó en una casa.
  • Cuando llegamos a nuestros cañones, el helicóptero habla desaparecido. Después, nos enteramos de que en la casa destruida se reunían los miembros del servicio de inteligencia argentino.
  • Dormíamos de a dos o tres en pozos de trinchera. Para resguardarnos del frío y la llovizna, cruzábamos, en la boca del agujero, un poncho y lo camuflábamos con pasto. Cada tanto, nos mudábamos de pozo porque el agua brotaba continuamente y se nos congelaban los pies.
  • Una vez, en pleno ataque, pude comunicarme con mi papá. Resulta que me hice amigo de los muchachos que manejaban las líneas y ellos me comunicaron con doña Rosa, una vecina del Barrio Derqui que tenía teléfono y vivía enfrente de la casa de mis viejos. Estaban bombardeando y tanto el telefonista como yo permanecíamos tirados en el suelo. Mi papá escuchaba las explosiones y preguntaba: ¿Qué pasa, hijo? ¿Qué pasa, hijo?. Nada papa, le decía, son ruidos de la línea.
  • Justo ese día, mi mamá había ido a ver al Papa que había llegado a la Argentina.
  • Vi algunos actos de heroísmo; casi siempre, de parte de los soldados. En una oportunidad, dos aviones nos atacaron de sorpresa y las ráfagas nos pasaron a centímetros. Nos tiramos de cabeza en los pozos, mientras los aviones iban y volvían. En una de esas, vemos a un cordobés que saltó del pozo, se calzó su ametralladora antiaérea y les empezó a disparar mientras gritaba: “Ingleses, hijos de puta!”… Ellos lo hirieron en un brazo, pero al ver tanta muestra de coraje, todos salimos de los pozos gritando “¡Viva la patria!” y disparando a los aviones.
  • Con respecto al coraje, había de todo: conocí a un cabo primero que se la pasaba llorando en un pozo y, por el contrario, al cabo Verde que siempre iba al frente.
  • Nos acordábamos mucho de nuestros familiares, nuestros amigos… Teníamos un alto sentido patriótico; repetíamos una frase: “Yo sé por qué voy a morir, ellos no saben por qué me matan”.
  • A medida que pasaban los días, los ataques se sucedían con mayor frecuencia e intensidad. Especialmente, atacaban de noche.
  • Cuando los ingleses desembarcaron en San Carlos, comenzaron a ganar terreno apoyados por helicópteros. Nosotros, que estábamos en el segundo puesto de avanzada, nos replegamos hasta que nos empezaron a apoyar nuestros aviones. Entonces, ellos tuvieron que retroceder y los arrinconamos contra el mar. No pudimos seguir por dos motivos: nuestros aviones tuvieron que volver a reabastecerse y ellos, en su repliegue, habían sembrado el lugar con minas. Nuestros muchachos de avanzada caían por las cargas explosivas.
  • Mi mejor amigo en las Islas fue Claudio Romero; era mi compañero de trinchera. Había perdido a su padre y sostenía – junto con su madre – a sus hermanos. Podía haberse salvado de la colimba pero no hizo los trámites. Vivía en Hurlingham y era un muchacho espectacular. La noche anterior al último ataque nos intercambiamos mensajes y el escribió en la funda de ml casco: “Negro, ¡Fuerza en la vida!, ojalá que nos sigamos viendo…”. No lo sabíamos pero, al otro día, él iba a morir.
  • El último ataque fue terrible. Nosotros corríamos, replegándonos, bajo una lluvia de bombas. Corríamos y corríamos. Cuando escuchábamos el silbido de una bomba, nos tirábamos al suelo para que no nos agarrara la onda expansiva.
  • Claudio se tiró dentro de un pozo… y tras él, cayó una bomba. Lo fuimos a buscar, pobrecito, y estaba cubierto de un polvo blanco, producto de no sé qué…
  • Yo sentía un miedo espantoso pero también mucha bronca, mucha impotencia porque parecíamos patitos indefensos…
  • Maldigo ese momento, lo maldigo porque al rato apareció un helicóptero argentino sobrevolándonos y anunciando que fuéramos al puerto ya que se había firmado la rendición… un rato más y Claudio se hubiera salvado.
  • Los ingleses nos hicieron dejar las armas y nos llevaron a un descampado. Ahí, nos ordenaron que nos quedásemos sentados. Pasamos así toda la noche, a la intemperie y soportando la nevada, con la estricta orden de no levantarnos.
  • Al día siguiente nos embarcaron en el “Canberra”, donde el trato fue más cordial, nos dieron de comer y nos permitieron bañarnos y afeitarnos. Éramos alrededor de 5.000 y ellos tenían toallas para todos nosotros. Me pregunté cómo hubiera sido la situación si la guerra la hubiésemos ganado nosotros.
  • Nos servían café con leche en cada comida y pienso que algo raro le ponían porque quedábamos medio mareados, sin ganas de nada…
  • Bajamos en Puerto Madryn y de allí fuimos a Trelew; la gente nos abrazaba, nos vitoreaba.
  • Llegamos a Ciudadela el 20 de junio; cinco cuadras antes de llegar al cuartel, el colectivo que nos transportaba iba a paso de hombre por toda la gente que nos fue a esperar. Veinticinco muchachos no volvieron.
  • Mientras me abrazaba con Ios míos vi a la madre de Romero… miraba y preguntaba: “¿Lo vieron a Claudio?” “¿Dónde está, Claudio?”. No pude enfrentarla.
  • Mi casa, como todas las del Barrio Derqui, es muy chiquita pero adentro, estaban esperándome todos los vecinos, reunidos como antes, como cuando, todos juntos, festejábamos la Navidad en la calle.
  • Ya pasaron muchos años y allí flamea la bandera inglesa. Pero allí están nuestros compañeros y es como si fuera nuestra bandera. Estando ellos, está Argentina.

Miguel Angel Aldeco falleció – víctima de un cáncer fulminante – el 25 de noviembre de 2015, a sus 53 años. Estaba casado con Mónica Vega y residía en la calle Hornos, entre Parodi y Puán. El matrimonio tuvo cuatro hijos; Gisela, Camila, Luciano y Gastón.