Cuando entrevistamos, más de tres décadas atrás, a Antonio Miguel Imbroglia – conocido como Antonito – nos encontramos con un señor bajito, de movimientos ágiles que, nos contó, trabajaba, desde pibe, en la estación de servicio de avenida San Martín, entre Bonifacini y Fischetti.

“Calculen – nos dijo – entré a trabajar cuando tenía ocho años y ya tengo 60”.  Y agregó: “Aunque durante un tiempo fui colectivero de la línea 2 (actual 181). Me apodaban el ‘motorman´ porque decían que manejaba parado”, bromeó.

“En una oportunidad – continuó – nos pidieron que fuésemos a buscar, con el colectivo, a Nicola Paone, que trabajaba en Radio Belgrano, para que actuara en un acto partidario. Mientras esperábamos en un bar que terminaran los discursos políticos, todos nos pusimos a cantar con el tano, que era muy macanudo,  ‘la cafetera, blu,blu, blu, y ‘ueeé paisano, cómo está’”.

Residía, Antonito, “desde siempre”, en Bonifacini, entre San Martín y Rauch. Cuando entró a trabajar en la estación de servicio, los dueños eran Alfredo y Antonio Razeto.

En el fondo del establecimiento, operaba un taller mecánico que estaba a cargo de Agustín Aguaviva, quien, se convertiría en un conocido corredor de automóviles.

“Don Agustín – señaló Antonito – se la pasaba enseñándome cosas. Me decía: ´¿Qué es esto?´, ´Un carburador, don Agustín´. Al rato volvía: ´¿Qué es esto?´ , ´Un carburador, don Agustín´.

Antonito aprendió a conocer los carburadores y se hizo tan tuerca que, durante mucho tiempo, su mayor diversión fue ir con sus amigos a presenciar las carreras de turismo carretera.

“También iba a bailar al club Zonda –  aclaró – que estaba en Andrés Ferreyra y Mitre”.

 “Ahí, se bailaba Típica en el primer piso y Guaraní, en la planta baja ¡Se armaba cada despiole!… de tanto en tanto, bajaba alguno rodando por la escalera”.

Soltero, le gustaba ver por la tele a “este loco de Julito (por Julio López), a quien conozco de chiquito porque vivía en la otra cuadra de casa”.

CINES COLONIAL Y PARAMOUNT

Subrayó que mucho le gustaba ir al cine Colonial (Sala posterior al cine-teatro Luchetti).

“Cuando terminaba la película había que levantarse disparando porque como nos sentábamos en butacas desarmables, siempre alguien, desde atrás, tiraba una y las demás, en cadena, venían cayendo. Y siempre, algún desprevenido quedaba enganchado con todas las butacas encima. Al acomodador lo llamábamos Pitipurri porque se la pasaba mangueando”.

También, acostumbraba ir los martes, al Paramount, a ver las adictivas series continuadas.

“Ahí sí que se armaban líos. No faltaba el que se afanaba huevos en la despensa Doña Irene, que estaba al lado, y los arrojaba en medio de la función. Otros entraban con una pizza entera que se habían ´escamoteado´ en lo de Ottonelli.

“Una vez, alguien soltó una paloma que se fue contra la pantalla. Al chocolatinero lo empujaban, dos por tres, para que se le cayera el cajón de golosinas. A cada rato, tenían que parar la película y prender la luz. Había un acomodador: el Gallego Millán, que tenía la linterna abollada de tanto pegarle en la cabeza a los revoltosos.

“Hubo un tiempo en que, antes de entrar al cine, había que levantar los brazos y dejarse palpar para revisar los objetos que llevaba uno encima”.

Nuestro vecino supo tener un “Willies 38” que utilizaba como taxi casero. Con este auto, se hacía unas extras con quiénes lo llamaban para hacer algunos trámites. Sin embargo, por su carácter generoso -y por la solidaridad tan común en aquellos tiempos “capaz que me llamaban a las dos de la mañana para llevar a un chico al hospital de niños o porque una vecina iba a tener familia… y ¡Qué iba a cobrar uno por esos viajes!”.

Antonito, fue uno de los engrasadores de autos más antiguos de Caseros. Entre sus clientes figuraron los doctores Apollonio, Cusién y De Tata, “que tenía un Dodge 38”.

Aseguró que era fanático de Caseros y amigo de las gauchadas y que es su mayor fortuna era sentirse apreciado por todos.

“Plata no tengo – concluyó –  pero sé que la gente me quiere”.

Le perdimos el rastro a Antonito. Ignoramos su devenir. Nos quedó, sí, un grato y perdurable recuerdo.