Es parte de la historia entrañable de Caseros. Hoy se cumplen 20 años de su partida. En cierta oportunidad, lo entrevistamos y nos contó lo siguiente:

TERMINÓ LA BATALLA, A SEGUIR TRABAJANDO.

“Mi bisabuelo llegó a Caseros en 1846. Era italiano y se llamaba Giuseppe Vescina. Aquí se casó con una chica de la familia Cafferata y trabajó como quintero. La quinta estaba limitada por las vías, Hornos, Humberto 1° (actual Pdte. Perón) y llegaba hasta El Palomar. El casco de la casa estaba ubicado donde está ahora el depósito de la Fiat“.

Así comenzó nuestra charla con Alberto Lázaro Pocho Vescina, vecino la calle Hornos, entre Urquiza y las vías.
“Mi padre me contaba que cuando Urquiza atacó en 1852, la familia de mi bisabuelo tuvo que refugiarse en la casa de un primo, en Billinghurst. Rosas estaba acantonado en Santos Lugares, y la batalla se desarrolló en los alrededores de la quinta. Cuando todo terminó, ellos volvieron a seguir trabajando”.

La quinta de la viuda

El abuelo de Alberto fue don Lázaro, uno de los fundadores del Mercado de Abasto y, también, uno de los primeros integrantes de la comisión directiva de la sociedad de Socorros Mutuos “La Honradez”.
“Cuando falleció mi abuelo Lázaro, la quinta quedó a cargo de mi abuela Antonia, por eso se la conocía como ‘la quinta de la viuda’. Mi padre – Manuel Francisco – tuvo que dejar el colegio en 3° grado y ponerse a trabajar todo el día.”

Con el tiempo, don Manuel se casó con Catalina Pessino, una chica de San Martín, con quien tuvo nueve hijos. En 1930, nació Alberto.

Nos vamos al “pueblo”

Cuando mi familia comenzó a agrandarse – yo tendría seis o siete años – dejamos la quinta y nos mudamos al pueblo.

Mudarse al pueblo, en aquel tiempo, significaba, por ejemplo, afincarse en Spandonari y Belgrano.

Desde allí hasta Palomar era todo descampado; solo existía un tambo que estaba a cargo de la familia Delamora. Donde actualmente está el polideportivo de AFALP, había una laguna. Nosotros seguíamos trabajando en la quinta.

Un trabajo que me gustaba era regar. Si la verdura era delicada lo hacían los mayores, pero en riegos que llevaban mucho tiempo nos ponían a Héctor Soto – que vivía en el fondo de la quinta- y a mí.

Había un tanque y nosotros teníamos que abrir las llaves para que el agua se dirigiera a determinadas acequias. Antes de que llegara al final del surco, teníamos que cerrar para que no desbordara. Pero, muchas veces, con Héctor nos quedábamos charlando, contando cosas, y cuando nos dábamos cuenta, el agua ya corría por Humberto 1°. Esta calle, antes, era como un zanjón.

Alberto hizo la primaria en la legendaria escuela N°8 que estaba ubicada en 3 de Febrero y Belgrano. Tenía los mejores recuerdos para su directora Celia Miranda, quien “era muy exigente pero muy, muy buena”.

En una oportunidad tuvimos que hacer una exhibición de gimnasia y como mi mamá no me podía comprar el pantaloncito y la remera me lo compró ella de su propio bolsillo. Eran tiempos de escasez y las zapatillas las usábamos hasta que teníamos los dedos afuera.

Recuerdos y más recuerdos

De aquella época, Alberto extrañaba la solidaridad que había entre los vecinos, quienes ante cualquier necesidad “corrían y ayudaban”.

Eran tiempo de mucho respeto; mi padre se la pasaba hablándonos y aconsejándonos.

También recuerdo esas noches, cuando éramos pibes y jugábamos, mientras nuestros padres charlaban con los vecinos durante un rato largo. Las calles eran de tierra y, cada tanto, había una lamparita. Cuando ponían una lamparita a 50 metros parecía que estaba todo iluminado.

Todos tenían gallineros. Una noche – todavía vivíamos en la quinta- sentimos ruidos en el gallinero y dos de mis tíos se levantaron con la escopeta. Cuando preguntaron: “¿Quién anda ahí?” sintieron que tocaron pito: ¡PIII! era el rondín de un policía que quiso hacer creer que estaba cuidando en los fondos del gallinero. Ese vigilante fue famoso, una vez se cayó en un pozo que estaba preparado para los ladrones de gallinas.

Jugábamos mucho a la pelota. Cuando mi padre rompía las medias, por el desgaste de las botas, les hacía un nudo, las rellenaba de papel, les daba una nueva vuelta y las cosía. Con esa pelota de papel y trapo jugábamos hasta a cabecear.

Para San Pedro y San Pablo, armábamos la fogata en Spandonari y las vías; y los de la barra rival, en Moreno y Spandonari. Por eso, teníamos que andar vigilando hasta las diez u once de la noche para que no la quemaran antes de tiempo. Y ellos, lo mismo. Después le poníamos un muñeco lleno de unos cohetes marca Hong-Kong que eran colorados y muy potentes. Sobre las cenizas de la fogata cocinábamos papas y batatas que después comíamos mientras charlábamos. Los muchachos mayores nos contaban cosas de la guerra y de lo que sucedía en Europa.

Lechero – La Vicri

Cuando Alberto cumplió catorce años, dejó de trabajar en la quinta para ser ayudante de Pedro Vescina, su tío, quien fue un conocido lechero de Caseros.
Tenía un carro – tirado a caballo – todo fileteado y lleno de refranes. Era un espectáculo.

Al tiempo, entró a trabajar en la fábrica de azulejos “Vicri”. Ganaba 2,35 pesos por día. Paralelamente se recibió de dibujante proyectista.

En la “Vicri” me hice de muchos amigos: el colorado Francisco Pennella; Juan Sardi; Esteban, el heladero; José Martínez; José Bencardini, actual concejal; Franchelli; los Ciriello; “Cato” Ferrari; Alfonso Millán; Videla; Freira; los Santana; Amago; los Tuñón; Pardo; los Dellepiane.

Beto – el diariero de la estación – siempre fue un muchacho íntegro y uno de los dirigentes sindicales más honestos que conocí. El jamás busco su interés personal sino el bienestar de los demás. Recuerdo que, luego que cerró la “Vicri”, “Cato” Ferrari, durante mucho tiempo organizó todos los años un asado en el Jota Jota para los que habíamos trabajado. Eran unas reuniones fenómenas y en las que nos emocionábamos mucho, aparte de divertirnos.

Me caso… pero antes voy de serenata y caigo preso

En 1949, cierto hecho sacudió la estantería de Alberto Lázaro, quien por los alrededores de la esquina de su infancia era conocido como “El Pocho”. Fue al casamiento de un amigo – el colorado Pennella – y allí conoció a una piba.

Se llama María Rosa Schenone y con ella me casé en el año ’55 en la iglesia La Merced. La despedida de soltero me la hicieron en el club de la Vicri que estaba en Alberdi, entre Kelsey y Medina. Después, le fuimos a dar una serenata a mi novia en la calle Constitución y luego, caímos todos en cana hasta las seis de la mañana porque uno de la barra se puso a cantar “La Marsellesa” en el medio de las vías.

La librería y venta de diarios y revistas

Para la primavera del ’64, Alberto instaló una librería en la calle Hornos, entre Urquiza y las vías.

En ese tiempo, creo que las dos únicas librerías existentes eran la “Zas” y la de don Elías, quien fue toda una “institución” en Caseros. Don Elías fue un hombre buenísimo; su local estaba en 3 de Febrero y Valentín Gómez. Si a algún pibe le faltaba alguna monedita siempre le decía: ¡No importa, otro día me la traés!.

Alberto Lázaro Vescina y María Rosa tuvieron dos hijas – María Rosa y María Cristina – y dos nietitos. Tenía, además, el saludo cordial y la mirada apacible de la gente bonachona.

De aquel Giuseppe que hace más de un siglo desembarcó en Argentina hasta este vecino de la calle Hornos han pasado varias generaciones. Fueron, sin duda, una página insoslayable de la memoria de Caseros. A fuerza de respeto, de humildad y de trabajo se han metido en la historia del barrio.

El querido Alberto falleció el martes 16 de julio de 2002, a sus 71 años.