Vecina de la calle Cavassa, cumplió el pasado marzo, 94 años; edad que su vitalidad desmiente de manera tajante.

Ágil, liviana, camina, casi siempre de jeans, por avenida San Martín, por Urquiza, por Mitre; es una señora de Caseros que no necesita compañía para viajar al centro porteño (o donde fuere) en subte, tren o colectivo.

Es la primera en inscribirse en cuanto paseo, excursión o viaje que se organice tanto con destino cercano o al interior del país. Pura vida, pura energía.

Hasta que empezó la pandemia, practicó yoga, folklore y cursaba Historia del Arte.

Nació en Los Toldos, pagos del cacique Coliqueo, cuando a nuestro país lo presidia don Hipólito y en vísperas de la gran crisis de los años treinta.

Ocho añitos tenía cuando la tuberculosis le arrebató a su todavía muy joven mamá. Otras angustias, con el tiempo, desafiarían a Zulma. A todas, les ganó. “Mi mamá tenía 26 años cuando murió, quedamos mi hermana de seis y mi papá”, recuerda.

Apenas mocitas, las hermanas Barraza se afincaron en Caseros, en la vivienda de sus tíos. “Mi tío vendió pollos en el mercado de Urquiza y 3 de Febrero y mi hermana se empleó durante un tiempo en el corralón de Acebrás que estaba donde hoy está la plaza”.  

Zulma ejerció como modista tanto para la gente del barrio como para “familias copetudas del centro, de ésas que tenían tres mucamas”.

Fue en la geografía porteña donde conoció a un muchachito que se presentó como José Domingo Sageva, cordobés, hijo de sicilianos, violinista y compositor de tangos. Estos renglones no van a inmiscuirse en lo que ya todos, imaginamos, imaginan.

“En mi mesita de luz, debajo de un vidrio, están a la vista tarjetas que él me escribia y el pétalo de una orquídea que me regaló”, suspira. Codo a codo, el cordobés y la modista compartieron un destino que no los bendijo con niños pero sí con momentos felices.

Juntos, también, enfrentaron la zozobra originada por una mancha oscura que apareció repentina en una radiografía del pecho de Zulma.  “Eso fue hace muchos años y por suerte, después de operarme, quedé lo más bien”, manifiesta nuestra vecina mientras levanta los brazos. (Nota de redacción: cuando a usted, amigo lector, le presenten a Zulma, se va a dar cuenta de quien hablamos porque inmediatamente levanta los brazos, encoge una pierna y alardea con su edad).

En 2003, su amado José partió para siempre y, tiempo después, su hermana Sonia. “Me quedé solita”, reconoce, melancólica, resignada. Hace treinta años, un médico le aconsejó que practicara natación o yoga. Se inclinó por esta disciplina que cultivó con la guía del profesor Ricardo Benítez, en la biblioteca Mitre.

Zulma es bajita, delgada. Come frugalmente. Dos tostadas a la mañana, algunos mates; una porción de tarta y fruta al mediodía; otro par de mates a la tarde, y cena con lo que sobró del almuerzo, acompañado, “eso sí”, con un poco de queso y unas nueces. Un té y a la camita.

No toma remedio alguno. Apenas, cada tanto, “media aspirineta”. Escucha más radio de lo que ve televisión (“para lo que hay que ver”) y dice presente en todo evento cultural que se organice en el barrio. “Claro, que se organice temprano porque después me da miedito volver sola a casa”.

Es de tener amigos, de prenderse en cada reunión que prometa alegría y de rodearse con gente “porque a todos los siento como a los hijos que no tuve”.
Para quienes tenemos la fortuna de conocerla, nuestra vecina de la calle Cavassa es un ejemplo de vida y es tentador preguntarle cómo hace para estar, a su edad, tan pero tan bien. Cuenta lo que ya contamos y repite que su fórmula, en definitiva, es “querer a los demás… pero quererlos en serio, con el corazón”. Parece nomás, que la fórmula es infalible.