Esta es la historia de alguien que cuando pibe potreó en los terrenos casi salvajes que rodeaban al palacete que supo pertenecer a la familia Martínez de Hoz.
“Ese lugar, ubicado detrás del Hospital Posadas, hoy está ocupado por la Villa Carlos Gardel pero en ese tiempo era un monte. La casa de los Martínez de Hoz (algunos le decían ‘la casa embrujada’) ya estaba abandonada”, cuenta Mario Scrivano; corregimos: Maro, así le decimos en Caseros.
El hombre, peluquero con casi medio siglo en el oficio, es el menor de siete hermanos que a principios de los ´50 arribaron a estos arrabales del planeta, desde Cosenza (Italia), junto a sus padres Santiago y Mafalda.
La familia como tantas otras, buscó en la ignota, lejana, Argentina la paz que por entonces, negaba la conflictiva Europa.
“Mi viejo era analfabeto, peleó en la guerra. Con el idioma español, más o menos se la rebuscaba. Mi vieja, no, ella hablaba cocoliche, bien tana, apenas si se le entendía”, describe Maro con una sonrisa.
Los Scrivano se radicaron un tiempo en Puan y Lisandro de la Torre (el Barrio Derqui aún no se había creado) pero – inmigrantes al fin – como pudieron compraron un lote y levantaron la casa propia en la cercanía del monte aludido.
Típico: el ex soldado que no sabía leer ni escribir y que apenas se las arreglaba con el idioma, se deslomó trabajando para que a sus muchos hijos no les faltara ni comida ni educación. Con que salieran “derechitos”, era suficiente. A la par, codo a codo, acompañaba doña Mafalda.
“Mi viejo era mosaiquista y él quería que yo fuese peluquero”, recuerda Maro, quien ya anda pisando el medio siglo de trayectoria en esta profesión que aprendió en las Academias Oli y a la que, sin dudar, asegura, volvería a elegir para su vida.
Maro trabajó desde jovencito para colaborar con la economía familiar.
“Laburé, en distintos lugares… estuve por la mañana dos años en la Fiat, y por la tarde, en una peluquería de Villa Luro… al mediodía, temblando por la inexperiencia, le cortaba el pelo a mis compañeros de la Fiat”, detalla nuestro vecino, obviando que más debían temblar (imaginamos) sus camaradas de la empresa automotriz.
En 1978, y ya experto en el manejo de la navaja, se animó a su propio emprendimiento e inauguró un local en los alrededores de Andrés Ferreyra y Urquiza.
De a poco, fue ganándose una clientela tan fiel como vasta y variada.
Maro concede en que más allá de la pericia en el manejo del peine, la profesión lleva implícita una gran disposición para saber escuchar.
“Es que la gente tiene mucha ganas de desahogarse”, afirma.
Algo parecido al diván psicológico debe tener el sillón de peluquero. De alguna forma, la butaca predispone a manifestar lo habitualmente reservado.
“Por eso, es muy importante, fundamental, que el peluquero sea discreto, muy discreto, cero chismoso… aunque se tenga fama de lo contrario”, manifiesta al respecto mientras se lleva la mano a los labios y hace el gesto de “mutis por el foro” para reforzar su reflexión.
A lo largo de tanto recorrido, de atender a tanta gente y gente tan diversa, el oficio le permitió “conocer algo de la mente humana… eso me apasiona”, confiesa. Y agrega: “Me doy cuenta que también me hubiera gustado ser psicólogo o sociólogo”.
Scrivano “gestiona” esas charlas de peluquería de la manera que más aprendió: escuchando. Sea el tema que fuere: política, futbol, religión, cuestiones familiares, sentimentales… “a lo sumo, doy alguna sugerencia que me parece que puede ayudar pero hasta ahí nomás porque, en definitiva… ¡Quién soy yo para aconsejar!”.
Deportistas, políticos, integrantes de las fuerzas de seguridad, artistas, profesionales de todas las especialidades se han sentado (y continúan sentándose) en el sillón de la peluquería de la calle Urquiza, casi Andrés Ferreyra.
“Muchas veces no estoy de acuerdo con lo que me dicen y hay gente que lo dice con vehemencia… bueno, somos así… me callo la boca y trato de que no me afecte”, manifiesta Maro mientras sonríe resignado. Pero, en general, subraya “la gente es maravillosa”.
El emprendimiento de 1978 se fue consolidando con jornadas que superaban las doce, catorce horas de trabajo diario.
Entre otros, contó con la asistencia de Alberto Algañaraz y Mario Ferraro; desde hace un par de años es Ariel Cuello quien lo acompaña en el local.
El esfuerzo le permitió adquirir, al igual que sus padres, el “techo propio” (en Álzaga y La Merced) y criar tres hijos.
“Por suerte, tengo una esposa de fierro que trabajó a la par… ella, además de cuidar a los chicos, atender la casa, hacía milanesas de soja y otras comidas para vender…”.
“Ella” es Teresa Tere Lucía Presutto, con quien Maro se casó hace 47 años. Son los padres de Gastón, Mariano y Mauro.
El momento transformador de su vida
Maro había superado sus cuatro décadas cuando “tuve un click que cambió mi vida”.
Algunos achaques generados por la exigencia de trabajar tanto tiempo de pie le llevaron a consultar un profesional que tras una serie de análisis, tajante le indicó dos caminos: “natación o yoga”.
Maro se inclinó por lo último y esta elección le abrió otros horizontes: “cambié la comida, hago caminatas, ando mucho en bicicleta…”. Horizontes que se ampliaron con su interés por temas alejados de lo mundanal.
Aquel click lo planta hoy con 71 inviernos impecables, instalado en una forma de ser que valora por sobre todo el presente, el desapego, la apertura mental y el cuidado de la salud.
El italianito que casi bebé llegó a Caseros junto a sus padres, hoy reside con su Tere de siempre, en la calle La Merced, entre Cavassa y David Magdalena.
¡Hola, Maro, cómo estás, el corte de siempre, por favor!.