Estamos en el balcón de uno de los pisos más altos del hace poco estrenado edificio de Nuestra Señora de La Merced y Frugone (actual A. M. de Justo). La vista es impactante. Sacude observar cómo creció Caseros. Aquí vive, desde comienzos del último otoño,  la Negrita Chiesa.

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Durante ¡80 años!, su casa fue el chalecito blanco de la calle Belgrano 4778, entre 3 de Febrero y avenida San Martín. Un chalecito con rasgos curvos, repleto de ventanas donde el sol sumaba luminosidad al comedor presidido por un crepitante hogar a leña.

Un hogar con plantas, muchas plantas, arbustos, árboles, abrumado por trinos melodiosos y, en primavera, colmado de mariposas.

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En los años ’40/ ’50, en una esquina de esa cuadra abría sus puertas La Superiora y en la otra (hoy, ocupada por la Librería Patria), la carnicería de Carlos Castellani. El Instituto Evangélico ya había dado sus campanadas inaugurales y los vecinos eran los lecheros Bernardú, el recordado director de escuelas Aníbal Pedro Elgue, los Schiaffino, los Fernández… todos se conocían, todos ejercitaban la confianza barrial.

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Seguimos en el balcón. La Negrita Chiesa  señala hacia el poniente para marcarme que aquellas construcciones pertenecen al Hospital Posadas. Todavía no tiene claro si esa línea de árboles que se observa en el este es la que bordea a la General Paz.

Para dentro de un ratito, asegura, me va a regalar una espectacular caída del sol.

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Ya sentados a la mesa del comedor, me entero de que Dalmira Amalia Chiesa es nieta de un suizo, hija de una tucumana que supo tener sangre española. Pero ella, La Negrita (como se la conoce por estas pampas), aclara, es caserina de pura cepa.

En el chalecito blanco de la calle Belgrano vivió junto a sus hermanos – Carlos y Aurora – y a sus padres: Carlos y Elena Sorroza.

Fue alumna de la escuela 83, actual N°45, (Urquiza y av. San Martín) en tiempos en que la portería estaba a cargo de don Franchina.

¡Lo que son las cosas: después de muchos años, cuando volví a la misma escuela, ya como maestra, el portero seguía siendo Franchina.

Negrita tenía 17 primaveras cuando se recibió de Maestra Normal Nacional. Su experiencia primera la cumplió en escuelas sumamente precarias de San Miguel y José C. Paz. Ante caritas humildes, empezó a llenarse las manos de tizas.

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En el colegio de Caseros, ejerció durante dos décadas ante alumnos de los grados superiores.

Se describe como una seño que cultivó la disciplina y el respeto… cuando terminaba la clase, los chicos tenían que dejar el aula limpia, sin papeles en el suelo, para facilitar el trabajo de la gente de limpieza.

  • ¿Vos qué creés que hacían mis alumnos cuando yo dejaba el aula para ir, por ejemplo, a la dirección, me pregunta.
  • Lio, bochinche, batifondo…
  • Te equivocás, me ocupaba tanto por enseñarles buen comportamiento que cuando regresaba, estaban tan tranquilos como cuando los había dejado, me retruca con voz clara, sonora, voz que revela su tiempo docente a lo largo de más de medio siglo.

Le creo a medias pero por las dudas, no lo digo. Su rostro desborda amabilidad, simpatía, pero a la vez firmeza, quizá autoridad.

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En especial, continúa describiéndose, se enfocó en impartir valores… ay ¡los valores!… exclama y eleva las cejas con un gesto más significativo que mil palabras.

Se revela afortunada porque fue docente en tiempos en que los maestros contaban con la ayuda férrea de los padres para consolidar la educación de sus hijos.

LA “QUIESA”

O La Chiesa, así le decían los alumnos a esa maestra estricta pero tan cálida y afectuosa.

Quienes fueron sus discípulos guardan para sí el recuerdo de su perseverancia en instruir sobre el ciclo de nacimiento y desarrollo de un ser vivo. También el recuerdo de concurrir al chalecito de la calle Belgrano, con una caja de zapatos, para recoger gusanos de seda que ella se encargaba de criar…

Para alimentarlos (a los gusanos), iba a los terrenos de las vía a buscar hojas de mora… al final, no sé cómo, en casa salieron cuatro moreras que se volvieron  gigantes.

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Ejerció también como maestra bibliotecaria en la escuela Bernardino Rivadavia (Ciudad jardín) y, además, en una escuela porteña a la que supo concurrir tanto en colectivo como conduciendo un impecable Citroën 3CV verde, que le fue sustraído por los amigos de lo ajeno.

Fanática de las plantas, sensible, voraz lectora para aprender, aprender y aprender… nunca, jamás, dejé de aprender… porque me gusta pero, sobre todo, para poder impartir conocimientos.

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Durante un tiempo practicó equitación. Adora a los caballos por su magnífica estampa y porque inspiran nobleza. Se rememora saltando vallas en competencias hípicas y hasta desfilando en La Rural.

Las figuras equinas se repiten en su departamento, en tazas, fotos y en dibujos que muestra con pudor (soy autodidacta, eh). También, muestra unas elegantes cajas de madera que hice yo solita, eh

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Con sonrisa pronta, detalla que junto a la enseñanza, ama la música, la pintura y, en especial, la naturaleza. Alguna vez, viajó a Kenia (África)… y, con cierta melancolía, confiesa que le costó dejar su chalecito lleno de plantas porque ya no lo  podía mantener.

También cuenta que la vida no le dio hijos pero sí sobrinos adorables y una infinidad de añorados alumnos a los que califica como hijos del corazón.

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Regresamos  al balcón y la Negrita me vuelve a señalar el poniente. Veo una suave franja amarilla que se desparrama melancólicamente sobre el paisaje urbano. El instante es bello.

Tomá, te lo regalo… me dice.

Envuelvo la caída del sol en mis retinas y me la llevo para casa.