Compartieron el apodo y la pasión por la música. Uno fue el primer taxista del barrio; el otro, el inolvidable autor de “La Balsa”.
Tuvieron en común: el apodo, el amor por la música y el vivir en Caseros. Podría sumarse que probablemente ninguno de los dos sería elegido como yerno por suegras pretenciosas. Las diferencias eran notorias: mientras uno militaba en el rock, al otro lo apasionaba el dos por cuatro. Uno usaba el cabello largo y el otro, engominado. Uno vivió como la cadencia taura y lenta de un tango; al otro lo aplastó el vértigo de una vida que se le fue de las manos. Tanguito, el taxista, el tanguero, antecedió y sobrevivió al otro Tanguito.
TANGUITO
Se llamaba Oscar Páez y fue el primer tachero de la estación. Ya en los años ’40, en un Chevrolet ’38, recorría las calles caserinas. Su oficio le llevó a padecer numerosos asaltos. En cierta oportunidad confesó: “Eso sí, jamás me golpearon; me decían: ‘bueno, viejo, bajate que esta vez tocó a vos’. A los dos o tres días, el taxi aparecía y pocas veces le faltaba algo porque sabían que yo era un laburante… los chorros de antes eran distintos”. Supo llevar como pasajero a Antonio Carrizo cuando el conocido locutor residía en Caseros. En una noche azarosa, su auto fue cuna de una beba apresurada que en pleno viaje por Villa Pineral decidió Ilegar al mundo. Billarista experto, el tachero hacia pata ancha en el “Pampa” legendario bar de sospechosa jerarquía, ubicado en Valentín Gómez y Andrés Ferreyra. Compadrón, andaba siempre de ‘funyi requintao’, pañuelo al cuello y el pucho colgado de costado. En una época de guapos, él se hacia el más guapo y tanto andaba calzado como era ágil con los sopapos. Algunos vecinos prefieren recordarlo como un tipo generoso, solidario y sin problemas para jugarse ante la desventura ajena. Su apodo le nació cuando ganó, a puro corte y quebrada, un concurso bailable. Le apasionaba tanto la milonga que no vacilaba en dejar plantados a sus pasajeros cuando de cualquier pista barrial se escapaban los compases de algún bandoneón. Hay un tema –“Tanguito”– de Daniel Urquiza y Lucio Lanzoni, que lo recuerda. Oscar decidió morirse el 7 de abril del ’91. Tenía 79 años. Su cortejo fúnebre se detuvo, por un momento, en la esquina donde se miraban el “Pampa” y la estación.
TANGUITO
Se llamaba José Alberto Iglesias y el mote le cayó, vía barrio, por su nunca detenido contoneo. Fue flaco y alto; de pelo largo, negro y crespo. Parece que le gustaba poco el laburo y mucho soñar. Vivía en una casa blanca, de modesto jardín, en la calle Fernandes D’Oliveira, casi Puan. Los vecinos lo recuerdan sentado en el cordón de la vereda, abrazado a su guitarra. El pibe -generación años ’60 – fue símbolo en una época caracterizada por la persecución a quienes se vestían y pensaban transgrediendo los márgenes de la formalidad. Era habitué de “La Cueva”, el mítico reductor de la calle Pueyrredón donde juntaba sus ilusiones musicales junto a las de Sandro, Miguel Abuelo, el flaco Spinetta, Pajarito Zaguri, Javier Martínez, Moris… Allí, se sostiene, entró en relación con su enemigo terminal: la droga. También, desde allí, inició la seguidilla de visitas a las comisarías bravas del onganiato. Tanto que uno de sus seguidores precisó que “… era peligroso andar por la calle con Tanguito”. Quienes lo conocieron enfatizan que era un pibe sensible, tranquilo; que era habitual verlo drogado… “pero jamás jorobaba a alguien”. Fue el creador de temas como “Amor de primavera”, “Natural”, “El hombre restante”, “Despertar en un refugio atómico”, “Jinete”, “Balada de Ramses VII” y claro, el inmortal “La Balsa”, himno de aquellos años. Apabullado por la droga, el muchacho de “Caseros City” -así llamaba él a nuestro barrio- fue internado en el Borda. De la institución se escapó en la madrugada del 19 de mayo del ’72. A las once de la mañana, un tren lo aplastó en la estación Palermo. Tenía tan sólo 27 años. Su vida, corta y vertiginosa, fue recreada en la película “Tango feroz”, que batió records de taquilla.
TANGUITOS
ES PROBABLE que alguna vez se hayan cruzado en la estación o en algún otro rincón caserino. Y no es difícil suponer que se hayan mirado torvamente, con bronca confundida. Es posible también que las diferencias de estilo hayan provisto algún insulto. Pero también es probable que ahora – donde todo se supera – estén compartiendo un mate conciliador y, tal vez, tarareando algún pentagrama celeste.