Cuando entrevistamos a María del Carmen Gómez, tenía 35 años, estaba casada y tenía una hija.

Vivía en la calle Cafferata, entre Hornos y Caseros.

La descubrimos coqueta, alegre, vital, esa clase de personas que a uno lo hacen sentir cómodo.

Hacía una década que los ojos de María del Carmen – quien sufría de diabetes desde pequeña – habían quedado en penumbras.

Un velo oscuro cegó su juventud, los rostros queridos y hasta le robó el color de los objetos que palpaba.

Lejos de entregarse a la compasión que consideraba estéril, llena de coraje se fue ganando un espacio en esta sociedad de comportamiento áspero con las personas disminuidas.

Los siguientes son algunos conceptos rescatados de lo que nos dijo, durante aquella entrevista, María del Carmen:

  • Hace diez años, estaba lavando los platos cuando sentí como si me hubieran echado tempera roja en la cara, acompañada de una luz muy intensa. Me observaron muchos oculistas, fue un largo peregrinaje; estuve tres meses acostada sobre la cama colocada a 45 grados.
  • Luego de varias operaciones, recuperé un poco de luminosidad en mi ojo derecho, pero me golpeé, justo en ese ojo, con la puerta de un aparador y ya no volví a ver.
  • La primera vez que quedé ciega traté en los posible de sobrellevarlo con buen ánimo. Soy creyente y dije: “Si vos, Dios, permitiste esto, vos también me vas a tener que dar fuerzas…”. Aunque cuando me di el golpe me rebelé… tuve unos días de bronca, lloré mucho, mucho. Pero lo superé.
  • Siempre fui una persona positiva… en los momentos de más bronca pensaba que alguien debía tener más problemas que yo y entonces no tenía derecho a quejarme, pero, sí, tenía la obligación de salir adelante. Creo que mi fuerza interior se origina en que casi desde bebé no fui, por mi enfermedad, una chica común y corriente; incluso, sufrí varios comas diabéticos. Mis padres lógicamente, intentaron sobreprotegerme, pero yo me rebelé. Todo eso me fue dando entereza y siempre me exigí mucho; además, siempre exigí que me dieran la mayor independencia.
  • Lo que sí me angustiaba, y me angustia, es la dependencia. No me importa no ver… pero si me importa si mi ceguera afecta a otras personas.
  • Por suerte, aconsejada por el doctor Hugo D. Nano, fui a un buen centro de rehabilitación donde aprendí a manejarme por mi misma. El doctor Nano fue como un padre para mí. Cuando lo fui a ver la primera vez lo encaré de lleno y le dije: “Mire, doctor, que yo no le puedo pagar”… él me contestó: “Ni te preocupes por eso”. El, muchas veces, lloró conmigo. A los dos meses de empezar la rehabilitación, ya leía Braille y empecé a caminar sola por la Capital Federal… ahora que lo pienso, creo que fui una demente; pero necesitaba tanto ser libre, ser independiente… Odio que me tengan lástima; para mí, la lástima es peor que el asco.
  • Constantemente tengo encontronazos con la gente porque me dicen “pobrecita”. Y yo no me considero así. Sé que tengo una dificultad seria pero esto no me impide hacer un montón de cosas. Uno siempre tiene que apoyarse en lo bueno que tiene y en lo que puede hacer. No hay que pensar en lo que se pierde… si uno está vivo, está ganando.
  • El bastón es el “ojo blanco” de un ciego. Además de protegerlo, le avisa a las otras personas que se encuentran ante alguien con problemas que, tal vez, requiera cierta ayuda. La técnica del bastón consiste en trazar una especie de arco que protege al ciego y advierte sobre la presencia de obstáculos… Uno, de a poco, va conociendo a cuántos pasos, a qué distancia, quedan determinados lugares.
  • En general, nuestra sociedad no está capacitada como para manejarse con personas de distintas capacidades. Yo por ejemplo, para subir al colectivo sólo necesito que coloquen mi mano en el pasamanos. Pero todos los días me encuentro con personas que me agarran del hombro, del saco, de la pierna, para ayudarme a subir. O me aprietan para cruzar la calle, cuando sólo necesito que me ofrezcan el brazo. Me he pescado cada susto con respecto a quienes vienen y me agarran de sopetón. Me ha ocurrido que iba caminando y pusieron en mi mano un billete creyendo que andaba pidiendo limosna o que algunos integrantes de sectas empezaron a sacudirme el bastón y decir: “¡Jesús te liberará, te liberará!”. “Sí – les respondo- de vos me va a liberar”. Todo esto, ahora, me causa mucha gracia porque estoy acostumbrada, pero es preciso que se aprenda a ayudar a las personas ciegas.
  • Otra cosa que pediría es que no estacionen los autos sobre la vereda; aquí, en Caseros, esta costumbre es muy común. Tampoco habría que instalar rejas que sobrepasen la línea municipal y, además, otro obstáculo peligroso son los toldos bajos…ya unas cuantas veces me golpeé la cabeza con esos toldos.
  • Muchos dicen que los ciegos somos resentidos, es injusto decir eso… es como si se dijera que todos los videntes son ignorantes.
  • Existen temores, prejuicios con respecto a nosotros. A mí me costó muchísimo conseguir trabajo… ni siquiera me preguntaban qué sabía hacer. Así estuve cuatro años yendo de un lugar a otro. Por suerte, el intendente Curto me escuchó. Y ahora estoy trabajando en la Dirección del Discapacitado.
  • Uno, con voluntad, le va sacando provecho a todo. Hasta veo películas… sólo necesito que me cuenten los dibujos y me lean. Incluso, en las películas, percibo cosas que otros no ven: la música, las voces… las expresiones de los sonidos son maravillosas… cuando en la película E.T., el “marcianito” dice que quiere volver a su casa, el tono, el sentimiento, tienen una intensidad indescriptible. Con mi esposo siempre hablamos de las películas y yo le descubro cosas que él no vio.
  • Tejo, cocino, plancho, cebo mates, lavo los platos… quizás me demanda más tiempo que a otros pero lo hago. La consigna del ciego es orden y prevención. Cada cosa – los fósforos, los cubiertos… – deben estar en “su” lugar… También pinto y pico, con la maza y el cortafierro, las paredes. Incluso, saco fotos… aunque esto es una audacia. Insisto: todo es cuestión de voluntad.
  • A la cara de mi hija – Gwendalina Ayme – la imagino hermosa… nunca permití que otro la llevara al pediatra o me la crie… es mi hija y yo la crio. Cuando ella tenía dos meses, yo salía, sola, a la calle con ella. Ahora que tiene tres años, la llevo sujeta con una cinta, pero ella ya se está rebelando. La llevo así porque actualmente hay mucho tránsito y muchos peligros en la calle.
  • Si pudiera recuperar la vista por un instante me gustaría mirar la carita de mi hija en una fiesta escolar y, también, el rostro de mi marido… a él lo conocí en un colegio de rehabilitación, él es maestro de ciegos. Nos enamoramos y nos casamos. Se llama Fabio Kicelis y siempre vivió en Caseros.
  • No somos “cieguitos”… somos ciegos. Lo que implica que somos seres humanos que amamos , odiamos, tenemos alegrías y tristezas… que necesitamos alguna ayuda para algunas cosas, como las necesitan todos los seres humanos… que si nos dan la oportunidad, nos permiten… nosotros podemos dar y hacer muchas cosas.

María del Carmen Gómez falleció el 17 de diciembre de 2015, a sus 56 años. Nos legó su imperecedero ejemplo de vida.