Conocer su historia de vida es conocer también un tramo de la historia (no oficial) de nuestro barrio.  Alguna vez, nos relató lo siguiente:

♦ Me crie en los alrededores de Villarino (actual Lisandro de la Torre) y Quilmes (actual De Tata). Mi casa era sencilla, con un jardín al frente que tenía un limonero y estaba lleno de pensamientos que a mi padre le gustaba mucho cuidar. Entre el jardín y el patio estaba el clásico enrejado de madera. Por Villarino pasaban las vacas que bajaban en las cuatro barreras y, desde allí, las arreaban hasta el matadero de San Martín.

♦ El recuerdo más grande que tengo de mi niñez fue cuando mi padre me llevó a la terraza de enfrente para ver pasar al Graff Zeppelin. Fui a la escuela 33 que después se convirtió en la primera sede municipal. La directora era la señora de Lusich, la mamá del actor Fernando Siro. La dirección estaba al lado de la sala de música. El portero era Antonio Paletta que fue como un padre para todos nosotros.

♦ Mi viejo era guarda de primera del ferrocarril Pacífico… para mí, era un orgullo. En aquel tiempo, ser ferroviario era importante… el jefe de estación, como el de Correo, tenía tanta importancia como el comisario. Mi mamá era italiana, ama de casa.

♦ A mis ocho años, me empleé en lo de la familia Epelde que vivía en la calle Urquiza, entre avenida San Martín y 3 de Febrero. Limpiaba la vereda, el patio y el gallinero. Entraba a las ocho y salía a las once, llegaba a casa, me cambiaba y me iba al colegio.

♦ Después, empecé a trabajar con Carlitos Galera, el hielero… a mis 12, 13 años, le manejaba el Ford 34. Repartíamos hielo por casi todo Caseros.

♦ Recuerdo al alemán Heriberto Denecker, un pintor de casas que vivía en mi cuadra. Él me enseñó a leer y a escribir antes de ir al cole. Fue un gran hombre. Cuando empezó la guerra, escuchaba todos los informativos con su radio de onda corta. Después – ya en el ’44, ’45 – no los escuchaba tanto y andaba un poco amargado. Me enseñó a pintar y a fabricar la pintura con aguarrás, pasta blanca y aceite de lino; era un esmalte que tardaba como doce horas en secarse. Yo lo ayudé a Heriberto a pintar el Hospital Caseros… ahí tuve la oportunidad de conocer al doctor Rebizzo y a los Dáttoli.

♦ A mis 16 años, mi padre me hizo ingresar al ferrocarril como mensajero. Viajé en todos los tranvías de Buenos Aires llevando telegramas. El ferrocarril manejaba una red de telegramas que era más rápida que la del Correo. Al segundo piso de Córdoba y Florida venían todos los hacendados que vivían en la Capital porque tenían sus campos en la línea ferroviaria y venían a recibir información directa sobre las lluvias, las heladas…

♦ El mensajero tenía la orden de dar el telegrama únicamente al destinatario. El día que asumió Perón, yo fui con todos los telegramas de salutación a la Casa de Gobierno. Cuando llegué, me derivaron a la Oficina de Prensa donde me pidieron que dejara todos los telegramas. “No, no – dije – se los tengo que entregar al coronel Perón”. Claro… hay que ver que yo era un pibe de dieciséis años, pero dieciséis años de los de antes. El tipo se ve que me comprendió y me llevó a veinte metros de donde estaba Perón… “Ve – me dijo – ahí está el coronel… ahora deme los telegramas.

♦ Con el tiempo, entré en la contaduría del ferrocarril donde llegué a Encargado de Mesa. Después, me trasladaron a los talleres Alianza para instalar los sistemas contables en el Departamento de Almacén. Me retiré de la empresa en el ’71 y me dediqué a la pintura de edificios. De ese tiempo me quedó un gran amor por todo lo relacionado con el ferrocarril. Soy socio del Ferro Club Argentino… en la seccional Alianza me ocupo de pintar, lustrar y pulir, locomotoras históricas. Nuestro sueño es preparar una locomotora a vapor, con vagones de época, para que haga un recorrido turístico entre Caseros y Junín.

♦ Cuando tenía veinte años, participé con mis compañeros de oficina, en un billete de lotería – el 16961 – que fue premiado con el gordo de Navidad. Yo estaba en casa cuando del almacén de Miguel Iema me avisaron que tenía un llamado telefónico. Cuando me dijeron que habíamos ganado no lo podía creer.

♦ Como siempre fui loco por los fierros – tengo una gran amistad de muchos años con Aldo Bellavigna – me compré una HRD, una moto hermosa, y con los muchachos hicimos un viaje fantástico a Chile.

♦ Cuando me casé, me fui a vivir a Dolores (actual Bonifacini) y Tornquist, a un departamento que pertenecía a los dueños de la farmacia Torres. Después, nos mudamos a nuestro domicilio actual, en Alberdi y Gutiérrez. Era todo descampado. Al lote de al lado de casa, venían los caballos a pastar. Enfrente estaba la quinta de los Vescina. El colectivo llegaba hasta el taller de Candia (frente a la curva de la Fiat vieja).

♦ Había tanto para hacer que empecé a colaborar con la Sociedad de Fomento 3 de Febrero. Ahí nació mi vocación fomentista. Lo que logró esa entidad – a la que sigo perteneciendo – fue fantástico… alumbrado, agua corriente, cloacas, asfalto, paradas de colectivo… recuerdo que hasta se inauguró uno de los primeros jardines de infantes de este sector de Caseros.

♦ Siempre me gustó trabajar en instituciones intermedias; esto me permitió conocer gente maravillosa de quienes aprendí mucho… fui secretario del club Estudiantes, colaboré con la Cooperadora Policial, con la Federación de Sociedades de Fomento, con la Fundación Crecer, con COMACO

♦ A veces pienso en qué va a ser de las instituciones intermedias cuando ya no esté esta generación de vecinos. Son instituciones fundamentales para el progreso de un barrio.

♦ Las entidades están en crisis porque ahora la gente no tiene tiempo, está tratando de subsistir… el vecino que trabaja llega molido a su casa, con stress… y no tiene ganas de concurrir a una reunión de una biblioteca o de una sociedad de fomento para colaborar. Y aquél que está desocupado… ¿¡Qué se le puede pedir!? con todos los problemas que tiene que solucionar… en una entidad intermedia todo es ad honorem e implica tiempo.

♦ Ojalá cambien las condiciones económicas para que la gente pueda volver a brindarse por la comunidad.

 

Carlos Coco Toccaceli se encargaba de limpiar los graffitis y repintar el busto que homenajea a Sarmiento en Mitre y Fernandes D’Oliveira; también hacía lo mismo con el Monumento a la Madre, en la calle Valentín Gómez. Le gustaba que el barrio estuviera lindo, prolijo. Y se brindaba de puro gaucho, nomás.

Allá por 2010, se encontraba restaurando la locomotora histórica que actualmente se luce en la plaza Unidad Nacional. Lo hacía sin más gratificación que su amor por el ferrocarril. Por un movimiento casual, algo brusco, su cabeza golpeó contra una parte de la máquina. Ese golpe inocente cambió su vida. Ingresó en un arduo camino de hospitales, estudios, intervenciones quirúrgicas que signaron su vida para siempre.

Falleció el miércoles 30 de enero de 2013, a sus 82 años. Hoy se cumplen diez años de su partida.

Atildado, gentil, de sonrisa fácil y hablar sereno, daba gusto encontrarse con él y compartir una charla. Coco y su esposa, Josefina Camatta, tuvieron tres hijos – Martín, Roxana y Fabián – y siete nietos.