Porteña (había nacido en el ’14), recorrió su adolescencia de hábitos recoletos en Devoto donde una tarde de domingo conoció a un mozo silbador de valses – Fernando Arenas – que la enamoró para siempre.

La asiduidad con el dedal, la tijera y una máquina de coser Neuman la convirtió en pantalonera. “Con mis hermanas, instalamos un taller en casa y ganábamos el triple de lo que papá sacaba como guardia de tranvía”, apuntó la mujer cuando la entrevistamos.

A Caseros llegó – casada y con dos hijos – en 1942. La familia alquiló una casa de chapas “con excusado al fondo” en la calle Belgrano, casi Hornos.

“Un pariente de mi esposo nos cedió el reparto de hielo de este lado de la vía (Caseros Sur)”. Poco tiempo después, el matrimonio se afincó en Hornos, casi Urquiza, “en un terreno que compramos en cuotas”.

En un cuarto del nuevo hogar fue instalada la hielería que rápidamente generó solícita clientela.

Mientras su esposo e hijos concretaban el reparto, la porteña atendía a quienes se acercaban hasta su vivienda para sumarse a una cola que se alargaba por Belgrano y “pegaba la vuelta sobre Hornos”.

Los lingotes congelados se apilaban en forma de escalera y, cada mañana, a partir de las siete, Carmen subía por los peldaños resbaladizos hasta alcanzar a barra de hielo (“pesaba alrededor de veinte kilos”) ubicada en la parte superior, la tomaba con sus manos desnudas y la bajaba para partirla con una lezna (“con el serrucho no podía”) de acuerdo al tamaño que le solicitaban. Manejar una barra de hielo requería cierta habilidad.

“Sucede que se desliza con mucha facilidad… si tiene ‘nieve’ (granizado) raspa las manos; también hay que tener cuidado si tiene un pedacito de hielo pegado porque, al deslizarse la barra, corta como una hojita de afeitar y uno no se da cuenta porque tiene las manos congeladas… cuando empezaba cada temporada, siempre tenía las manos rojas y cortajeadas; a los pocos días, me iba acostumbrando y ya no me afectaba tanto”, recordó.

Y agregó:

· Mi esposo se levantaba de madrugada para comprar el hielo en los frigoríficos; después, con los chicos, hacia el reparto hasta el mediodía. Luego de almorzar, se iba a trabajar como lustrador de muebles a la Capital.

· Nunca dábamos abasto con el hielo… los fabricantes especulaban y a veces se tenía que pagar más caro para conseguirlo.

· Mi esposo compraba en “El Rumor” o en “La Negra” (Capital Federal); incluso, a veces iba hasta San Nicolás.

· Mis hijos jugaban trabajando: ellos llevaban hielo en el coche-cuna hasta las casas más cercanas… después secaba la cuna y allí dormían.

· Vivíamos mojados… yo atendía con un delantal que tenía bolsillos y cuando se llenaban de plata, iba hasta el dormitorio, los vaciaba arriba de la cama y volvía rápido a seguir atendiendo.

· No sé qué tenía el agua del hielo que endurecía los billetes… mi esposo se encargaba de plancharlos.

· Nunca me enfermé; solamente me operaron de apendicitis… fue un 20 de diciembre y, como había tanto trabajo, no me guise quedar en el hospital: el 24, todavía con los puntos colocados, ya estaba atendiendo; eso sí, no subía a la escalera, le pedía a los hombres que bajaran la barra de hielo… y les costaba tanto que no podían creer que eso yo lo hacía todos los días.

La jornada de la vendedora de hielo no culminaba cuando dejaba la lezna. Proseguía con los mandados, la limpieza del hogar, la comida y la atención de los chicos… “nunca tuve ‘muchacha’, las cosas las hacía yo”, aclaró orgullosa. Luego de las tareas domésticas, se inclinaba sobre su máquina de coser y superaba la medianoche confeccionando pantalones.

Durante décadas, desconoció horizontes ajenos al trabajo, en busca de un progreso siempre lento y esforzado que en aquellos años se patentizaba en tener la casa propia.

“Nuestra casa la fuimos haciendo con ladrillos de barro que comprábamos usados porque eran más baratos. La empezamos en el ‘45 y recién la terminamos en el ’66”.

Cuando entrevistamos con Carmen, ella transitaba sus 83 años. En determinado momento, su mirada clara se humedeció cuando recordó a su esposo. “Le gustaba mucho cantar, incluso grabó algunos temas,… se pasaba el día riendo y cantando; cantaba tanto que se ‘nos pegaban’ las letras que cantaba… cuando se murió, me quedó un gran silencio”.

A la ex vecina de Devoto, le gustaba Caseros, sus vecinos.

“Al principio, no… lloré mucho. Yo vivía en la calle Chivilcoy, en una casa hermosa y tuve que venir a un rancho de chapas en una calle de barro. Incluso, me separé de algunos parientes porque me daba vergüenza que me tuvieran que visitar acá. Claro, después me encariñé con Caseros y de acá no me quiero ir”.

Se llamaba Carmen Adamo y cuandotuvimos esta charla, vivía en un coqueto departamento del Edificio Torre; tenía dos hijos, Fernando y Oscar y tres nietos. Era bajita, de porte altivo y movimientos ágiles. Con gran lucidez, describió su pasado al que le reconoció “sacrificio” pero que definió como “una buena vida”. Sus manos de arrugas nobles parecían frágiles; sin embargo, a poco de contemplarlas dejaban intuir la energía de antaño.

Este cronista preguntó cómo luego de tanto esfuerzo lucía una apariencia tan saludable. Simplemente, respondió: “El trabajo no mata, m’ hijo, lo que mata son los problemas”.