Cinco años combatió Lázaro “Franco” Gambetta en la segunda gran guerra mundial. Cinco veces cayó herido. Integró un regimiento alpino junto 280 camaradas tan jóvenes como él. Apenas sobrevivieron trece.

Al finalizar la guerra, Italia “era puro cascote”, nos dijo, Franco, en cierta oportunidad.

Nuestro entrevistado dejó su Savona natal para tantear la vida en horizontes menos inhóspitos. En el ’49 llegó a la Argentina. Trabajó de albañil hasta que juntó unos pesos con los que mandó llamar a su esposa María y arrendó un terreno acá en Caseros, paralelo a las vías del ferrocarril Gral. San Martín. Corría 1954.

Para acceder a la quinta de don Franco había que tomar una callejuela que nace en la calle Hornos, frente a la actual sede de Agrupación Scout Sargento Cabral. Luego de caminar unos 300 metros – por un sendero que viboreaba entre yuyos y cañas- se atravesaba la tranquera de alambre.

“Todo esto – recordó el savonés – era tierra “colorada”… la “negra” se la llevaron los ingleses para construir los terraplenes ferroviarios (los de Palermo). Para recomponerla, tuvimos que traer carros y carros de basura y descargarlos aquí. Nos llevó dos años puntear, fertilizar, preparar la tierra para que empezara a dar algo”.

Los Gambetta habían arrendado cinco hectareas. Trabajaron “de sol a sol”. El cuerpo doblado sobre los surcos; cada tanto, la mirada implorante al cielo para que el buen tiempo los acompañara.

En aquellos primeros tiempos, encontraban balas y fusiles utilizados durante la batalla de Caseros.

“La vida de los quinteros – intervino María, la esposa de Franco – no conoce sábados, domingos ni feriados… todo lo que hay es trabajo y más trabajo”.

 De a poco (todo en las huertas es de a poco), la tierra se fue abriendo y aparecieron tomates, lechugas, radichetas, acelgas, berenjenas, ajíes, zapallitos, chauchas, hinojos, espinacas, habas, rabanitos, repollos… Pero debieron pasar diez años para que el terreno fuese cultivable en toda su extensión.

 “La satisfacción del quintero – apuntó Sergio, el hijo menor de Franco y María – es ver los campos listos para cosechar; ver que se puede aprovechar un 80 por ciento de lo que sembró. Y no es por el rédito económico… sino porque se hace patente el trabajo de uno”.

Durante quince años, los Gambetta vivieron en una casa ubicada en Hornos, entre Alberdi y las vías, donde actualmente se levantan unos galpones.

“Allí – recordó María – instalamos un puesto donde vendíamos lo que cosechábamos en la quinta. Teníamos muchos clientes de la VICRI pero, además, venían a comprar de todos lados; incluso desde la Capital. Más que nada venían por los tomates…”.

 El resto de la mercadería, se repartía en las verdulerías en una jardinera que conducía don Franco y más adelante, su hijo Sergio. “Deje de salir con la jardinera – aclaró el por entonces muchacho – porque se murió el caballo. Ahora hago el reparto en una camioneta”.

 Fueron famosos los tomates de esta huerta. Los Gambetta lo sabían y algo fanfarroneaban al respecto.

“Nosotros seleccionamos las semillas, año a año, para superar, cada vez, la calidad del tomate. En los buenos tiempos, llegamos a tener de 10.000 a 15.000 tomateras”, juraron.

 No es sencilla la siembra de esta hortaliza. A pesar de que recién se empieza a cosechar en diciembre, ya en mayo hay que comenzar a trabajar la tierra. Luego viene el tiempo de preparar los almácigos, plantarlos y cubrirlos… y rezar para que no caiga la piedra, la cual, junto con la helada, es la enemiga natural del quintero. Tres veces la piedra les arruino la cosecha a los Gambetta.

“Para nosotros – comentó don Franco – perder la cosecha es catastrófico. En un instante, se malgasta el trabajo de meses… y es nuestro único sustento. Pero ¡qué se va a hacer! sólo queda resignarse y tirar para adelante… sin quejarse y sin pedir nada; el quintero se la sabe aguantar sin pedir… ¡¿Usted vio alguna vez, una manifestación de quinteros, en Plaza de Mayo, pidiendo algo…?!”.

 Además de las calamidades climáticas, debieron padecer a los sucesivos ministros de economía cuyos planes fueron tan mortíferos como la helada más cruel.

“Por eso es que nadie quiere hacer este trabajo -reflexionó el ex soldado alpino -… ¿Usted se fijó en la cantidad de praderas sin cultivar que hay en este país?”.

Más adelante, los Gambetta se mudaron a la calle Sabattini, entre Hornos y Maestra Baldini. Afirmaron que el trabajo redime muchos males y consideraron que “el argentino no está educado para el trabajo”.

Cuando lo entrevistamos (en 1990) don Franco merodeaba sus 72 años y dos infartos lo habían alejado de su labor en la quinta. Ya sus manos expertas no se introducían en la tierra para arrebatarle los frutos. Esto lo ponía mal.

A pesar de esto, la tarde de nuestra charla, recordó con una sonrisa: “Una vez, habíamos cosechado unos rabanitos enormes y una señora me preguntó qué se podía hacer con ellos; le respondí que los rellenara y ahí mismo le receté un menjunje… pero se lo dije para embromar, nomás. A los pocos días vino a contarme que le habían salido riquísimos”.

 Don Franco aseguró que si hubiera vuelto a nacer no sería quintero. Era comprensible su amargura porque ese presente no se compadecía con tantas horas de sudor y aquellas cinco hectáreas se habían reducido considerablemente.

Pero este cronista intuyó que llevaba su oficio en el alma cuando junto a su esposa lo vi caminar por los rectángulos de hortalizas o cuando, de repente, se dio vuelta y confesó: “Sabe que es lo mejor que me dejó este trabajo… que sembré un montón de amigos…”.

EL ÚLTIMO DE LOS QUINTEROS

Sergio, el hijo de don Franco, hizo la primaria en la escuela Ricardo Rojas, en la calle De Tata. Luego se recibió de perito mercantil. Pero, sin duda, no iba con su alma encerrarse entre cuatro paredes pues heredó el oficio paterno. Desconocemos su actualidad, pero aquella vez admitió sobre la faena en la quinta:

Éste es un trabajo que debe hacerse con amor, mucho amor a la tierra.

No es una ocupación que se aprende en teoría. Creo que es una tradición que se va pasando y uno aprende a sembrar a fuerza de desparramar semillas. Con nosotros, trabajo un estudiante de ingeniería agrónoma y le costaba reconocer una planta de lechuga.

Mi padre siempre dice que si después de trabajar todo el día en la quinta, uno está fundido… no es porque la jornada haya sido agotadora sino porque se trabajó mal, sin inteligencia.

Cuando uno es quintero aprende a conocer el tiempo; una mirada basta para saber si va a llover… se palpa en el aire.

Los quinteros – como los Cafferata, los Vescina o tantos otros- han tenido un protagonismo central en la historia de Caseros. Las circunstancias determinaron que la actividad haya desaparecido de estos pagos.

Cada mañana, “a eso de las cinco y media”, Sergio llegaba a la quinta y comenzaba su jornada que se prolongaba hasta el atardecer. El muchacho, el frustrado perito mercantil, que tenía la sonrisa fácil y amplia de la gente sencilla fue, probablemente, el último de los quinteros caserinos.