Estamos en el salón de reuniones de directorio de la firma Noly. Doce sillas principales y algunas accesorias rodean la mesa oval de madera lustrada. Es un espacio sobrio donde se observan una pequeña vitrina, una pizarra blanca y un par de diplomas. Se destacan, sí, una bandera argentina, de ceremonia, y un cuadro que reproduce la imagen joven para siempre de Luisito, el hijo de nuestro entrevistado, quien supo ser su mano derecha (“un par”, dirá).

Luis Oscar Mariani es una persona accesible, bonachona, de hablar pausado y sonrisa fácil. Nació en su casa de la calle Villarino (actual Lisandro de la Torre), entre Villegas y Carhué. Años en que “Villarino era una de las pocas calles empedradas”, aclara. Desde ahí, “todo era campo hasta los Cuarteles de Ciudadela y, para el lado de Caseros había, a lo sumo, seis o siete casas por manzana”.
Donde actualmente se levanta el Mercado de Frutas, se encontraba el horno de ladrillos de Dentino: “que tenía un gran pozo de seis o siete metros de profundidad porque se había sacado la tierra para fabricar los ladrillos”. Todavía no existían los barrios Evita y Derqui.

– Esa zona se llama “Rincón”.
– Sí, porque había, en Villarino y Alvear, una fonda, que atendía el gallego Feijó, que se llamaba Rincón. Ahora hay una panchería.
– ¿Adónde cursaste La primaria?.
– Primero inferior lo di libre. Tomaba clases en una escuela particular que estaba en avenida San Martín y Marcelo T. de Alvear. Era un rancho de chapa, con eucaliptus alrededor, donde enseñaban las hermanas Spaltro. Una de ellas fue jefa del Registro Civil. Luego, cuando mi papá era presidente del club El Fortín de Villa Pineral, se contrató a una maestra – la señorita Bou – y se acondicionó un salón del club donde esta maestra daba clases a tres o cuatro grados a la vez. Así, en el club, se fundó la Escuela N° 52 (hoy, N° 8) que actualmente está ubicada sobre la calle Carlos Tejedor. Ahí terminé la primaria.
– ¿A qué se dedicaba tu papá?.
– Él se llamaba Luis, al igual que mis dos abuelos, yo y mi hijo. Fue carnicero por muchos años; después, cuando dejó el oficio, se convirtió en huesero y curó a muchísima gente. Él había aprendido la profesión con el viejo Villa, un huesero legendario de Caseros.
– ¿Adónde tenía la carnicería?.
– Mi casa era tipo chorizo donde, como era costumbre en ese tiempo, se alquilaban algunas habitaciones y se compartía el baño. Él puso la carnicería en la parte de adelante. Tenía un cortador que hacia el reparto y yo, a mis seis, siete años, lo acompañaba cargando una canastita donde llevaba las milanesas, la carne picada…
– Trabajás desde chiquito.
– A mis doce, era peoncito en un taller mecánico donde barría, cebaba mates, lavaba piezas y me tiraban algún manguito. Más adelante, mamá instaló una verdulería y yo iba al Mercado de Liniers a hacer las compras. Me llevaba, en su carro, Arturo Corrales, a quien todos le decían Arturito y era muy conocido en el barrio. Arturito, en vez de instalar una verdulería, cargaba su carro y repartía la mercadería, casa por casa, por el centro de Caseros. El fue quien me ensenó qué comprar en el Mercado de Liniers. Más adelante, mi papá puso una carnicería en Villa Mathieu, sobre la calle Mitre, frente al cine San Carlos, y yo lo ayudaba. Así aprendí el oficio.
– ¿Tenés estudios secundarios?.
– No… no me gustaba estudiar y en la zona tampoco había muchas facilidades. Sexto grado y nada más. Mi papa me insistió en que tenía que estudiar algo y fui a la Academia Pitman, donde aprendí dibujo lineal. Hoy soy aficionado a la construcción, a las máquinas… no es que sea experto, pero el panorama que me abrió el dibujo lineal me encanta. Me gusta todo lo que sea fierro, el diseño de máquinas… esta construcción donde estamos, prácticamente la dirigí yo.
-¿Cómo se arraiga en vos el sentido del trabajo, de progreso?.
– Siempre tuve intenciones de progresar. Mi viejo fue un gran impulsor. A mis dieciocho, un amigo me convenció de que era un gran negocio dedicarse a la panadería. Se lo dije a mi viejo y él me alentó, hasta me prestó unos manguitos… con el tiempo, por supuesto, se los devolví… y mucho más. Con ese amigo, Jose Carbajales, y su padre, abrimos una panadería en la calle Alsina, casi Combate de los Pozos, a una cuadra del Congreso. Yo salía del servicio militar y me iba a laburar a la panadería. Dos años después, compramos una panadería en Chacarita, a media cuadra del cementerio. Me levantaba a las dos de la madrugada para cocinar los pebetes, las facturas, los criollitos, las figazas… Era una panadería grande, cocinábamos diariamente – incluso, los lunes – trece, catorce bolsas de harina de 70 kilos. Nuestro cliente más importante era la firma Phillips a la que le llevaba unos ocho canastos de pancitos preparados especialmente para ellos. Lo bravo era cuando el montacargas de la empresa no funcionaba y tenía que subirle los canastos hasta el tercer piso, donde estaba el comedor, por la escalera. Claro, yo tenía 22, 23 años y el cuerpo aguantaba. Después de almorzar, se suponía que tenía que descansar… pero a veces faltaba gente y tenía que suspender la siesta para hacer el pancito negro, las facturas de grasa…

A pesar de tanto trabajo, a Luis le quedaba tiempo para ‘noviar’. Rebobinemos: cuando todavía trabajaba junto a su padre, en Villa Mathieu, a media cuadra del negocio había un almacén. La hija de la almacenera, una linda pampeana, era asidua clienta de la carnicería.
– Tu esposa es una bonita mujer… ¿Te costó conquistarla?.
– Bueno, che… yo también tenía lo mío, era un flaco nada desagradable. Fue un flechazo. Teníamos dieciséis años. Fue mi primera novia y yo, su primer novio. Cuando íbamos al cine tenía que llevar a mi cuñadita, que se sentaba en el medio. La única vez que mi suegra aflojó y nos dejó que saliéramos solos, fuimos a comer al restaurante Arturito, cerca del Obelisco, y con la condición de que volviéramos antes de tal hora… (se ríe).

Tras cinco años de novios, Luis y Noelia Noly Teresa Bustos Marquez se casaron y se fueron a vivir en la parte superior de la panadería de Chacarita. Cuando el negocio fue vendido, Luis adquirió una cochera hasta que, tentado por el esposo de su hermana, decidió cambiar de rumbo.

“Mi cuñado, Néstor Salerno, era muy emprendedor. Él tenía una pizzería en sociedad con Muzzi, un arquero de River que alternaba con Amadeo. Mi cuñado se dedicaba a hacer prepizzas y me invitó a sumarme. Empezamos en el garaje de una casa del padre de él. Trabajábamos día y noche. Como crecíamos, mi viejo nos cedió un lote al lado de su casa, donde levantamos una construcción. Compramos un horno más grande y ahí empezamos a vender a Gigante, Canguro, Supermercados Todo… además, teníamos repartidores independientes. Elaborábamos una de las primeras pizzas con tomate que se comercializó en la Argentina. Con el tiempo, sumamos la fabricación de tapas para empanadas. Mi cuñado estaba más en la compra y las negociaciones y yo, en la producción y el reparto. Así, conocí mucho la calle”, afirma Luis.

Así relatado, el acontecer se supone sencillo pero suele ocurrir que las palabras a veces no describen en su dimensión el esfuerzo diario, el de cada hora. Y los paisanos de estos lares estamos más acostumbrados a observar detenidamente los resultados que los esfuerzos realizados para alcanzar tales resultados. Fue en esos años de elaboración y venta de prepizzas que, para ahorrar con el fin de adquirir su propia vivienda, los esposos Mariani se mudaron al dormitorio de soltero de él, en la calle Villarino.
“Desarmamos nuestros propios muebles, los guardamos en un galpón, y dormíamos apretados en mi cama de una plaza… así fue a lo largo de cuatro años hasta que pudimos comprar nuestra propia casa, a la que pagamos en seis semestres. Nos la vendió Fiandra, recuerda Luis, quien, además, señala: “Mi señora ya estaba embarazada de Claudia; al año siguiente, llegó Luisito…”.

La soñada casa propia estaba ubicada en la calle Díaz Vélez, casi Marcelo T. de Alvear. Luis Mariani continuaba trabajando de sol a sol. Partía de su hogar con los chicos durmiendo y regresaba cuando también estaban con sus cabecitas sobre la almohada. Hubo meses en que trabajaba continuamente desde el miércoles a la mañana hasta el sábado, jornadas agobiantes apenas interrumpidas por breves descansos donde, para recobrar fuerzas, se tiraba a descansar sobre las bolsas de harina.
“Como a los chicos apenas si los veía, mi señora los cargaba y los traía hasta la fábrica para que estuvieran un ratito conmigo”.

En el ’73, los cuñados decidieron vender la fábrica. Ya estaban consolidados y consideraron que había llegado el tiempo de orientarse a trabajos menos demandantes. Las devaluaciones, los sucesivos ministros de economía y afines demolieron tal pretensión.
“Cuando nos quisimos acordar, nos quedamos en pelotas”, resume Luis, sin muchas vueltas
– Tuviste que empezar de nuevo…
– Para que tengas una idea, mi señora, para bancar la situación, salía con un Jeep (teníamos un Peugeot 0Km y lo vendimos) a revender productos panificados. Yo, después de probarme como maderero, de instalar un boliche, una inmobiliaria y hasta de elaborar tapas para empanadas, todos proyectos que fracasaron a los pocos meses, alquilé un localcito en Morón para dedicarme a la distribución de productos panificados. Me costó tanto instalar ese local que le puse El Triunfo porque fue un triunfo poder hacerlo. Tuve que recurrir otra vez a mi viejo y a un crédito del Cooperativo. En la herrería de un amigo, me hice toda la estantería. El día que inauguré, saqué la mercadería de las cajas y las desparramé sobra los estantes; al lado, puse las cajas vacías para que hicieran más bulto. Mi mujer, en tanto, seguía parando la olla; manguito que juntaba: adentro.

Con el tiempo, el local no alcanzaba para contener toda la mercadería que comercializaba Mariani. El emprendimiento fue exitoso y el crecimiento se hizo sostenido. Por su progreso constante, la distribuidora se radicó en su actual ubicación en Marcelo T. de Alvear y Cavassa. La trayectoria empresarial de Luis se acrecentó al sumar la fabricación de tapas para empanadas. Así, en 1984, nació la marca Doña Noly. Luego, se fueron sumando otros productos. Sus hijos – Claudia y Luis- lo acompañaban codo a codo. En el mismo terreno de la calle Cavassa, se construyó la planta Caseros y luego se agregó la planta Ciudadela. El localcito de Morón es hoy una empresa de primera línea que da trabajo a 250 empleados, “a la mayoría, los conozco por sus nombres”.

Nada te llegó regalado.
– Fue mucho el sacrificio. Yo no aprendí en la escuela, me enseñó la vida. De cada error, también aprendí. La vida me fue llevando… aunque siempre me puse un objetivo: en lo que hacía tenía que ser el número uno. Esto me estimulaba cuando me sentía desbordado o desalentado. Reconozco que soy intuitivo y tengo algo que me dice si un producto va a caminar o no. Por otro lado, cuando empecé a crecer me fui rodeando de profesionales… ingenieros, contadores como Hebert Buffoni… Desde hace unos años, tenemos reuniones de directorio y las decisiones se toman en conjunto.
– ¿Cómo debe manejarse la plata?.
– Siempre les enseñé a mis hijos a administrar la plata… la plata hay que saber administrarla… gastarla cuando es necesario… no ser miserable… pero hay que darse los gustos, sí se puede. No es cuestión de que si recaudo cien, gasto cien. No. Debo gastar lo necesario; lo demás es capital de trabajo.
– ¿Esto te lo enseñó la experiencia?
– La experiencia, los errores cometidos, la vida… mi viejo, también; él era muy ordenado en los gastos y mi vieja, muy prolija con los gastos de la casa…

Luis me muestra la planta Caseros. Antes de arribar a la zona de producción – donde se suman los ruidos de las maquinas (“esto es música para mis oídos”, señala), la actividad de los obreros con uniformes blancos, los frigoríficos y los depósitos- abre la puerta de su oficina de trabajo, un lugar lleno de carpetas y papeles que comparte con Claudia, quien respalda su labor y fundamentalmente, le brinda su amor de hija. Como al pasar, Luis desliza que se siente “un hombre feliz”. Que le gusta reunirse con sus amigos del Rotary Club Caseros Sur, institución a través de la cual canaliza parte de su vocación solidaria que, aunque no lo señale, se sabe que es extendida.

¿Consejo para los emprendedores?
– No parar; siempre trazarse nuevos objetivos… después de que uno llega a la cima, suele venir la decadencia y hay que evitarlo. Yo me siento bien teniendo nuevas metas… Lo que tenga que vivir, lo quiero vivir a pleno.

El sábado 21 de enero de 1995, un mazazo devastó a la familia Mariani. Luisito, el benjamín, quien tenía 27 años, falleció en un terrible accidente automovilístico que lo sorprendió viajando en un vehículo que volcó en una ruta de Santa Fe…
– ¿Cómo recordás a Luisito?.
– Era mi compañero, era preguntarle ‘¿qué te parece si hacemos esto?’‘si, papá, dale, vamos’… se ponía a hacer las cosas a la par. El decía que éramos “nolypotencia”. Íbamos juntos a comprar un camión, una máquina… Y, ojo, que también empezó de abajo, eh… amasando a la par de cualquiera y quemándose al cocinar… así, aprendió. Incluso, yo había proyectado la planta Ciudadela para que él la dirigiese.
– ¿Cómo lo superaste?.
– Me costó tres, cuatro años… Yo, desde jovencito, tuve inquietudes espirituales. No me conformaba el catolicismo, los evangelistas… pero sentía que algo superior tenía que haber. Un amigo me prestó un libro que hablaba sobre la vida después de la muerte. Me interesó el tema y leí otros libros. Con esto, quiero decir que ya desde chico me fui formando en esa línea. No quiere decir que lo tengo claro, pero leía y leo. Leo mucho. Antes, leía autores clásicos; después, me dediqué de lleno a los libros espirituales. Cuando recibí el golpe de la muerte de mi hijo, yo ya sabía que había otras vidas… Más adelante, ya habrían pasado tres años, con mi esposa estábamos mirando televisión cuando nos enteramos de lo que se conoce como Transcomunicación Instrumental (ver aparte) y esto nos ayudó mucho, nos cambió la perspectiva de vida. Comprendimos que la vida nuestra tenía que seguir. Que él, nuestro Luis, está en otro plano de existencia, que nos vamos a reencontrar. En tanto, uno tiene que seguir su destino, lo que vino a hacer en esta vida. A partir de todo lo que leo, aprendí que uno tiene planificado lo que quiere ser cuando llega a este plano de existencia. A veces lo lográs; a veces, no… Si queda inconcluso, quedará pendiente para una próxima existencia; si lo lográs, pasarás a otra experiencia. Dios no castiga a nadie… las circunstancias por las que se tienen que pasar son parte del proyecto de vida que cada uno trae.
– Sos uno de los coordinadores de “Viaje infinito hacia la luz”… ¿Te ayuda ayudar?.
– Mucho, mucho, mucho. Y a Noly, mi esposa, más que a mí. A ella la llama mucha gente y esa palabra que brinda, da esperanza, contención… Yo le hablo a la gente y, ante el dolor por la muerte de un hijo, de alguna forma trato también de generar esperanzas… tengo autoridad para hacerlo porque a mí me pasó… de lo contrario, no creo que podría hacerlo. Hay profesionales que te dicen ‘ya pasó tiempo, olvidá…’ pero, a veces, eso no alcanza. Yo trato de que se llegue a entender que es un golpe, que es preciso superarlo, que hay que seguir avanzando, que todos nos vamos a reencontrar… trato de ayudar a quienes puedo (se emociona).
– ¿Sos de ir a misa?.
– No… aunque no acostumbro, no me molesta ir a una iglesia. Hablo con los seres espirituales, con Dios, independientemente del nombre que se le de… creo que hay un solo Dios que lo abarca todo. Es un ser superior y… bueno, hablo con El.
– ¿De qué forma y en qué momentos hablas con Él?
– Cuando me siento angustiado, un problema, una duda… entonces, digo: “Decime qué tengo que hacer, dame una mano”. Y cuando menos te das cuenta, el problema ya pasó, ya está resuelto…
– ¿Así de sencillo?.
– Sí, sí… “dame una mano, ¿cómo salgo de esta?”.
– ¿Da resultado?.
– No tengas dudas. Probalo, vas a ver que da resultado. Claro… siempre que seas un buen tipo. Si sos un jodido, no sé si funciona.

 

VIAJE INFINITO HACIA LA LUZ
Tres años después de la trágica muerte de Luisito, sus padres estaban frente al televisor cuando estaban entrevistando a un matrimonio francés – Maryvonne e Yvon Dray – que había perdido a su hija en circunstancias parecidas. La pareja entrevistada se encontraba en nuestro país difundiendo la denominada Transcomunicación Instrumental (TCI), a la que describían como “técnica electrónica de comunicación con nuestros seres queridos que se encuentran en otro plano de existencia”.
Los esposos subrayaban que la TCI se concreta en un marco “de principios de moral y ética que nos hace comprender mejor el sentido de la vida”.
Los Mariani se relacionaron con el matrimonio francés que los alentó a profundizar sobre el tema. Este conocimiento permitió a nuestros vecinos alcanzar la serenidad y la certeza de que la vida continua, que existe “vida después de la vida”. Ellos mismos se convirtieron en referentes de Sudamérica para quienes desean conocer esta técnica y crearon el grupo “Viaje infinito hacia la luz”.
“Es un grupo que desde hace trece años, ininterrumpidamente, organiza una reunión el primer sábado de cada mes. Pasaron miles de personas por estas reuniones”, describe Luis. Durante estas convocatorias mensuales se ayuda “a todos aquellas personas que están padeciendo, por la transición de un ser amado, momentos de sufrimiento y necesitan consuelo y esperanza”.

 

(Entrevista realizada en diciembre de 2012)