Transitaba por las calles de Caseros y era una de las últimas manifestaciones de aquel barrio de antaño, repleto de afiladores de tijeras, paragüeros, repartidores de pan y lecheros a domicilio.

En la primavera de 1994, le hicimos el siguiente reportaje que repetimos textualmente:

Existe un Camino del Olvido. Por allí se pierden, quizás para siempre, entre otras cosas, ciertos oficios que en un tiempo auguraron bienestar y, hoy, son apenas recuerdos. Narciso Rojos (60) es colchonero. Tan colchonero que el oficio reemplaza su nombre en boca de los vecinos. ¡Hola, colchonero! ; ¿¡Colchonero, cómo le va!?.

Despegó, en el ’56, de su San Luis natal,  rumbo a la geografía porteña, con el ánimo de convertirse en peluquero… “y de ganar esto”, dice mientras frota sus dedos en argentina señal de juntarse unos pesos.
Pero al Destino se le antojó cambiarle tijeras por lanas. Aterrizó en Caseros en el ’58 y se empleó en la mueblería que supo pertenecer a Jaime Bronstein, ubicada en la calle 3 de Febrero, entre Mitre y Esteban Merlo. Allí se entreveró laboralmente con los colchones de lana y con los “a resorte”.

“Para un buen colchón – dice, experto- la lana debe ser mediana… el hilo corto no sirve y el largo no se trabaja con facilidad”. Su trabajo consiste en pasar la lana por la máquina escardadora que la limpia y le da cuerpo. El paisaje muestra a Narciso sentado en un banco, con un montículo de lana en un costado que va trasladando hacia el otro, luego de transitarlo por los amenazantes filos de la máquina que se mueven pendularmente. Tras esto, introduce la lana, por una abertura (en el cotín), mientras la empareja para distribuirla armoniosamente.

“Luego coso la abertura y le hago el rulete”, apunta. Cuando trabaja, Narciso cubre su boca para “no respirar tierra… y, a pesar del pañuelo, durante un rato largo escupo polvo”.
Las escardadoras manuales aventajan a las eléctricas “porque expulsan la tierra”. Alerta que los colchones hogareños se impregnan de infinitos olores, consecuencias naturales del devenir humano. “Por eso, es necesario, cada tanto, lavar los colchones; el olor más fuerte lo producen las personas a las que le dieron inyecciones; creo que es por la transpiración…”.

VENTAJAS
Aprovecha Narciso para pasar el aviso: “Esa es una de las ventajas del colchón de lana: se puede lavar; en cambio, el de gomapluma acumula la mugre y si se lava pierde consistencia”. Ya lanzado a defender al tapado de las ovejas, agrega: “Además, la lana brinda un calor seco… con la gomapluma se transpira mucho”.
Aconseja, además, cardar los colchones cada dos o tres años “para que duren toda la vida”. Añora los tiempos en que en un sábado de sol “me hacía tres o cuatro colchones”.
En la actualidad, los vecinos, mishiadura mediante, hacen cardar la lana cada siete u ocho años o “cuando se pudre el cotín y, encima, capaz que lo cambian por uno de gomapluma”, lamenta.

ESCARDADORA
Sus manos muestran lastimaduras de la escardadora. “A veces, voy de clientes que viven solos y necesitan conversa-ción… ¡Y cómo me voy a negar! soy muy respetuoso con las personas mayores… pero me desconcentro y me corto”.

Narciso Rojas tiene ocho hermanos y está casado con Benicia Leguizamón, una santiagueña a la que conoció en las legendarias milongas de “El Zonda”; el matrimonio tiene cuatro hijos.
Nuestro entrevistado es delgado, fuerte, morochón. Calza permanente sombrero de paja y pantalón que sujeta con broches en las botamangas.  Traslada sus herramientas de trabajo en un triciclo que pertenecía a Jaime Bronstein, a quien recuerda con afecto. Es un tipo afable, laburador. Habla y saluda con el respeto de la gente del interior. Es el último de los colchoneros y anda por las calles de Caseros negándose a ingresar al Camino del Olvido.