Cecilia Mariel Gómez (38) es ultramaratonista. Vecina de Alberdi y avenida San Martín, fue alumna del instituto Nuestra Señora de La Merced. Supo participar en una de las competencias más difícil, dura y también, aceptó, atractiva del mundo: la Ultra Trail du Mont Blanc 2015 que, a través de 53 kms., atravesando los Alpes, une a Francia con Suiza.
Cecilia, única hija de Gladys Hidalgo y Juan Alberto Gómez, nos relató su experiencia:

Fue el 27 de agosto, a las 5.30 de la madrugada cuando me encontraba paradita, con mucho frio, esperando el colectivo que me llevaría a Orsieres (Suiza) donde estaba ubicada la partida de la carrera. Ya sentada en el micro, recordaba cuando tenía mis diez años. En esa época, leía apasionadamente unos cuentos llamados “Elige tu propia aventura”. Amaba esos libros y le pedía a mi mamá que me comprara otro y otro.

Sentía que, esta vez, era yo quien estaba dentro del cuento, como en la “Historia sin fin”, cuando “Sebastián” se da cuenta que están hablando de él. Apenas bajé del colectivo, me encontré con Melina (foto), una corredora de las Islas Canarias que no podía creer de donde yo venía. 

Ya lista en la salida de la carrera, me encontré rodeada de competidores de todo el mundo, que hablaban distintos idiomas, pero siempre cordiales. Es tan evidente que el idioma no es barrera para ser amables. Los gestos son todo. Me sentí bendecida de estar en esa salida. Lo que pasara, estaría bien. Pronto escuchamos “3…2…Allez, Allez!!!”.

Saliendo del pueblo, los niños nos chocaban las manos, gritando ¡bravo! como si fuéramos héroes. De golpe una gran subida, la primera. A medida que pasaba el tiempo y la pendiente se hacía eterna, se me ocurrió mirar para atrás y ahí lo vi: el inmenso, majestuoso, glaciar Monte Blanco. Puro, imponente. Supe que de alguna forma mi previsible cansancio no iba a ser el único protagonista. Como una sucesión inacabable, se presentaron ante mí, el sol, la luna, mariposas blancas por el sendero, vacas con cascabeles gigantes que nos obstaculizaban el camino y muchas voces de aliento a medida que transitábamos por los distintos pueblos… ellos, todos ellos, serían las estrellas de este cuento, mi cuento.

SONREIR, SONREIR…

Durante la competencia, cada corredor que cruzábamos, solidariamente, nos preguntaba si necesitábamos algo, si estábamos bien. Como corrí acompañada por un par de connacionales, en los puestos nos decian “¡Allez, Argentina!”. Nos sentíamos bienvenidos.
En el kilómetro 24, mi reloj dejó de funcionar, me sentí perdida, desorientada. Tenía la altimetría de la carrera en el brazo pero no era suficiente ¿Cómo iba a administrar mi fuerza? Era difícil entender que mi cuerpo era sabio e iba a regularse solo. Hasta que por fin decidí soltarme y dejé que todo sucediera naturalmente. Apagué la cabeza y decidí sonreír. Sonreír cuando no tenía fuerzas, cuando me atormentara el dolor de mis pies ampollados, cuando mis cuádriceps me pidieran parar. Sonreír por todo; era inevitable: los maravillosos lugares por los que estaba corriendo jamás permitirían que se me borrara la sonrisa.

Mientras corríamos, con Meli nos contábamos chistes, nos preguntábamos que hacíamos ahí, nos reíamos, nos quejábamos, nos acompañábamos, nos cuidábamos. Ya habían pasado más de nueve horas, cuando arribamos a la última bajada. Era de noche, estábamos en un bosque cerrado, oscuro, y queríamos apurarnos pero las dos sentíamos que el cuerpo no reaccionaba. Me torcí un par de veces los tobillos… pero ya nada sentía… ¡tenía que llegar! Cuando comencé a escuchar los ruidos pueblerinos, no sé de donde me invadió la fuerza que me empujó a seguir. Por fin, el bosque tupido llegó a su fin y apareció el asfalto. Corrí mas rápido, escuché que nos gritaban: “¡Bravo! ¡Bravo!” Sentí que me faltaba el aire, me dije… “¡¡¡ Cecilia, no aflojes, no llores, ahora estás cerca!!!, guardá el oxígeno que no queda nada…” 

La mire a Meli y la aturdí al grito de “¡¡¡Vamos, carajo!!! ¡¡¡Dalee, no queda nada!!!” 
Comencé a correr aún más rápido a pesar de la ampolla gigante en la planta del pie. Miré para abajo y vi sangre en la zapatilla. No me importó porque levanté la cabeza y los vi a ellos: Luciana y Norberto, dos amigos, que me gritaban “Vamos!!!”y el típico “¡¡¡Dale, nenaaa!!!”.

De repente, me acordé de mamá, de papá, de toda mi familia, de quienes me apoyaron en esta locura, de mi entrenador que me bancó en mis altibajos. Empecé a lagrimear. Porque no era sólo una carrera, era mi primera ultra, mi primera experiencia. Me acordé de los entrenamientos sola, bajo la lluvia, apretando los dientes. Luchando contra las adversidades. Súbitamente, lo vi a Nacho, un mendocino que se puso a mi lado. El también había corrido, había llegado y nos estaba esperando, a Melina y a mí. Los tres, unidos de la mano, cruzamos el arco de llegada. Nos abrazamos mientras una polca o algo parecido se escuchaba de fondo. En el puesto, donde estampaban el sello de FINISHER en el número de corredor, me abracé con un francés que venía a la par nuestra como si nos conociéramos de toda la vida. Nos felicitamos pero no recuerdo en que idioma. Eso hacen estas carreras: forjar vínculos, carácter, generar emociones intensas. Nos recuerdan que podemos soñar, que no hay límites. Confirman que el ser humano es solidario. No todo está en decadencia. Los valores se mantienen, hay gente que los sigue proclamando.

La naturaleza es la mayor obra de arte que podemos observar. Agradezco eternamente al universo por la oportunidad que me dio. Por supuesto que volveré y vendrán muchas más carreras porque el hambre de aventura en mí no se acaba; al revés, se acrecienta. Agradezco a todos los que participaron en ésta, mi locura.