La casa de la calle Pringles, casi esquina Puan asombra por su llamativa fachada desbordada por detalles creados y consolidados con paciencia budista.

El frente de la vivienda ostenta una serie de perfiles circulares, modelados artesanalmente, que encierran fechas y figuras. La parte superior es una sucesión de símbolos que representa la eterna lucha entre el Bien y el Mal, con imágenes de guerreros, antorchas pétreas e iniciales de los dueños de casa.

Sobre la vereda descansa la imagen de un yacaré de cemento indiferente a las maniobras de dos ‘lampalaguas’ verdes que miran al cielo. Maceteros con forma de tazas enmarcan la particular estructura.

Las manos gigantescas y rudas de Alfredo Vignoni fueron autoras de cada una de esas las obras. Alfredo – un hombre robusto y cierto parecido a Charles Bronson – fue limpiador de gallineros, lustrador de zapatos, cosedor de bolsas de papas, cadete de la farmacia Gigliotti, tejedor industrial, gastronómico ferroviario, quiosquero, pizzero…

“Empecé a trabajar cuando tenía seis años, apenas después de que mi papá muriera, en un accidente… nosotros vivíamos en Fischetti y avenida San Martín, en una linda casa. Pero después la remataron y nos mudamos a Hornos y Garay, a una casa con piso de tierra”, nos contó, años atrás, don Alfredo.

“En el ferrocarril tuve una foja de servicios intachable, nunca falté al trabajo, ni siquiera cuando estaba enfermo…”, recordó orgulloso.

Cuando lo entrevistamos, nos invitó gentilmente a ingresar a su vivienda. Nos sorprendió una escultórica figura: un gigantesco elefante aplastado contra una de las paredes.

‘Se llama ‘Margarita’ , aclaró Vignoni señalando la flor homónima que el cuadrúpedo empuña con su trompa.

Las cloacas, la cañería, cada pared, cada ambiente fue obra de las manos de Alfredo… “esto era una premoldeada y la fui construyendo de a poco… yo solito”.
Su vida no fue monótona. Como trabajador gastronómico conoció a personajes como Perón, Aramburu y Rojas; en cierta oportunidad ‘quisieron raptar a mis mellizas’ y hasta, relata, fue tiroteado por asaltantes.

Durante un cuarto de siglo padeció una rara enfermedad en sus manos y “luego de probar con todos los médicos y curanderos, me curé en un charquito de agua que encontré cuando estaba paseando por Puente del Inca”.

“MENGUADOS Y HOJITAS”

Pero lo más impactante de la impactante casa de la calle Pringles, lo descubrimos en el patio trasero. El desborde de imaginación nos pareció imposible de describir: cada pared se presentaba como una infinita serie de piedritas y ‘rugosidades’, realizada a cucharín; rugosidades que Vignoni denominó ‘menguados y hojitas’.

Caminos, grutas, puentes, túneles, senderos, montañas, precipicios, crucifijos, animales, templos… fueron modelados en base a piedritas, menguados y hojitas; piedritas, menguados y hojitas… No faltaban muñequitos y objetos de cerámica o yeso y hasta de plástico cumpliendo distintas funciones en ese universo creado por su imaginación.

Abundaban las inquietudes religiosas en su obra. “Desde mis cinco años me entregué a Nuestra Señora de La Merced”, aclaró y agregó, señalándose con fuerza el pecho: “Yo oro acá… y puedo asegurar que Dios existe”.

Tampoco faltaron dedicaciones a su esposa – María del Carmen Pirín Rivera– con quien se casó en 1960.

También de alguna forma, en alguna inicial o en alguna figura, en ese patio trasero apareció diseñado el amor de ese hombre por sus hijos: Mónica, Gladys y Jorge.

En un rincón, construyó cuatro tronos para sus cuatro nietos: Martín, Marianela, Nicolás y Yamila… En otro ángulo, en una gruta muy cuidada, descansan las cenizas de su mamá y de su abuela.

Tiempo atrás, don Alfredo había perdido su trabajo – el motor fundamental de su vida – y cayó en una aguda depresión que lo mantuvo “casi dos años tirado en la cama, no podía moverme”. De a poco, fue recuperándose y en el ’94 empezó con la obra que le fue ocupando cada uno de sus momentos… “incluso, sábados, domingos y feriados”.
Aquella vez, cuando lo entrevistamos, con la cabeza erguida, orgulloso, lanzó una mirada que abarcó su obra y nos confesó: Esto me mantiene vivo”.

Perdimos el rastro de don Vignone. Su casa sigue en pie y es testimonio de lo que para él significó un trabajo lleno de fe, un trabajo sanador.

Es probable que a cualquier forastero, la construcción le resulte extraña, misteriosa… pero a quienes conocen esta historia, seguramente le darán un sentido mayor.