Atención, atención. Vamos a hablar de Manduca, el canillita de la plaza. O “El Pato”, así le dicen algunos.
El hombre anda por sus 83 aunque a pura estampa los rebate. A pesar de que lo que padeció en este último tiempo hubiese tumbado al más pintado.
En lo físico, se lo castigó con unos días de terapia intensiva, “aquí enfrente”, señala a la Clínica Modelo, como restándole importancia. De lo emocional, ni me atrevo a preguntarle y dudo que pueda ponerlo en palabras.
¿Los hechos? Hace casi cinco años, asesinaron a Carlos, su hijo mayor, canillita en la esquina donde se juntan Mitre y Esteban Merlo. Hace cuatro, su hija Natalia se suicidó. Poco después, la que falleció fue su compañera de siempre, la madre de sus hijos, Carmen Beatriz Chávez.
Hoy es mañana de domingo y llueve. Estamos en Alberdi y Lisandro Medina. Juan Carlos Manduca está, como todos los días de su vida, firme, en su parada de diarios. Pero nadie compra un Clarín, caracho. Ni siquiera un Página 12.
Cuenta, El Pato, que fue alumno de la 33, de la 93, en Santos Lugares, y que terminó sexto grado, de noche, en Antonio Devoto. Ya andaba por sus 15 primaveras.
Lo acuso de mal alumno, de que por eso lo rajaban de las escuelas. Me dice: “Nooooo… era por el trabajo”, pero no le creo. Pasamos a otro tema.
Vive y vivió en su casa de siempre: Sabattini, entre av. San Martín y Rauch. Por su sangre, corre Crítica, Noticias Gráficas y La Razón. Hijo y nieto de canillitas históricos, el destino, claro, le jugó con las cartas marcadas.
Cuando concluyó la esforzada primaria, papá Vicente le preguntó: ¿Estudiás o trabajás?.
“Y… papá… me parece que yo con el estudio…”. Don Vicente no lo dejó terminar: “Mañana a las cuatro te quiero en la parada”.
La “parada” era unos diarios tirados en la vereda y el reparto “a correa” por las casas aledañas. Recién cuando se progresaba, se accedía al triciclo, la bicicleta y, por fin, al ansiado puesto que permitía lucir los periódicos en blanco y negro y los Billiken, tapa color.
El linaje canillita de los Manduca comenzó en 1929 cuando el abuelo Elías se hizo cargo de la parada y el reparto en la esquina mencionada, rincón de una plaza que fue depósito de todo menos una plaza, a lo largo de décadas.
Cuando Juan Carlos tomó la posta, uno de sus clientes fue el inolvidable Antonio Carrizo, vecino por entonces de Hornos y De Tata, que cada domingo le soltaba: “Manduquita… me tenés que traer más temprano el diario”.
Manduquita no sólo tenía este reparto sino que por la tarde, tiempo de diarios vespertinos, también recorría la avenida Alvear, desde Mitre hasta “más allá del Mercado… fui el primer diariero que entró al Mercado”, alardea.
Hincha de Boca, del Jota Jota… “éste es el equipo de Caseros, no el otro”, aclara o advierte, mientras dirige la mirada para el lado de la calle Lisandro de la Torre.
Enumera – con rigor de testigo – la historia de la plaza y de las manzanas aledañas.
Antes de que se llenara de galpones, cuenta, el lugar era utilizado por los circos ambulantes.
“A los pibes, nos daban programas para que repartiéramos por la calle a cambio de entradas gratis… pero lo que más nos gustaba era colarnos levantando la lona de la carpa… claro, cuando nos agarraban, nos cagaban a palos”, relata el ex angelito de la escuela 33.
“Donde está la granja (“San Jorge”, en av. San Martín), había un depósito de carros y después venía el chalet del doctor Tepliski”.
Su memoria desborda de recuerdos por fatigar infinitas veredas, conocer el desarrollo (o decadencia) de rincones del barrio y la vertiginosa transformación de un condado pueblerino en un conglomerado desprolijo de departamentos de dos ambientes.
En estos tiempos tan especiales, Juan Carlos “El Pato” Manduca se refugia en la contención firme y amorosa que le brinda su hijo Marcelo (también, canillita y, además, bombero), y en el afecto de sus seis nietas y una bisnieta.
Cuando se escriba la historia de todos los tiempos de los canillitas de Caseros, va a estar firme, pero bien firme, su nombre y apellido.