El doctor Turkienicz nació el 6 de junio de 1929, hace 95 años. De recordada trayectoria en nuestro barrio fue, junto al doctor Jhonny Gunning, fundador del Sanatorio Modelo de Caseros.
En cierta oportunidad, le pedimos a Héctor Soto, su gran amigo, que lo recordara. Héctor nos dijo lo siguiente:
“Lo conocí en 1938, cuando cursamos segundo grado en la escuela N° 8 que estaba en la esquina de 3 de Febrero y Belgrano. Nos sentábamos en el mismo banco. Cuando formábamos, él era el primero de la fila porque era bajito, algo gordito (siempre lo fue). Tenía la cara redonda y la señorita Sanguinetti tenía la costumbre de acariciarle el mentón. Jugábamos a ver quién hacía la letra más chiquita, cosa que a la maestra la volvía loca. La verdad es que era travieso, inquieto. En una oportunidad, nos pidieron una composición sobre el mejor compañero. Yo lo elegí a él: Enrique Ignacio Turkienicz. Era el tiempo en que los sábados también teníamos clases.
“Luego de finalizar la primaria, seguimos encontrándonos de tanto en tanto. Su padre – don Marcos, un mago de la tijera- era el dueño de la sastrería “La Nueva”, situada en la calle 3 de Febrero, entre Belgrano y Urquiza.
“Yo trabajaba de lechero y don Marcos fue quien me confeccionó, por 110 pesos, mi primer traje a medida, de casimir.
“Al salir del servicio militar me hice cargo del Bar Central que estaba en la misma cuadra de la sastrería. Allí reforcé mi amistad con Enrique. Yo había orientado mi vida hacia el trabajo y él hacia el estudio de la medicina, su pasión.
“Como todo estudiante, tenía tendencias socialistas y, como yo era radical, hablábamos mucho de política.
“Se recibió el 28 de diciembre del ’54 y su primer consultorio lo instaló en Bonifacini, casi esquina Kelsey (actual Murias) . En el ’56, necesité operarme de una hernia y me recomendó un cirujano, pero lo alenté parar que me operara él. Cuando lo conté en mi casa, me quisieron disuadir…” ¿¡Con el pibe del sastre te vas a operar!?, ¿¡Cómo te vas a poner en sus manos!?”, me dijeron.
“Lo hizo tan bien que pasó a convertirse en el médico de la familia. A mí, me operó cinco veces. Jamás me quiso cobrar. Cuando intentaba pagarle, me frenaba con un: “¡Estás loco, mirá si te voy a cobrar si nos sentábamos en el mismo banco!”.
“Fue un cirujano de primer nivel y se dedicaba totalmente a sus pacientes. Lo he visto desesperado ante la gravedad de un enfermo. Me decía: “Esto es lo más terrible, hay momentos en que todo lo que uno sabe, no sirve de nada… uno se siente nulo para todo”.
“Tenía una gran humanidad. Fue un estudioso permanente de los adelantos científicos. Un enamorado de la medicina donde se destacó por su dedicación absoluta. Y, también, por su capacidad de trabajo: madrugaba para ir al hospital, volvía a su consultorio – siempre atestado de gente – y, luego, se iba a atender las visitas a domicilio. Dormía de cuatro a o cinco horas por día. En muy poco tiempo, ganó mucho prestigio. Tanto que, a los pocos años, los vecinos se reunieron espontáneamente para rendirle un homenaje.
“Para el trato con los pacientes, utilizaba a menudo su excelente sentido del humor, con el que aliviaba las preocupaciones. Tenía mucha “chispa”. Me parece verlo con sus gestos característicos: fruncía los labios y bajaba los anteojos. A mí me señalaba la cabeza y me decía: “¡Acá tenés los problemas, ves… acá y eso no tiene cura!”. Siempre con el chiste, siempre con la “cargada”. Uno estaba con él y ya empezaba a sentirse mejor. Era dueño de un carisma especial. Fumaba hasta más no poder: era su gran vicio. Prendía un cigarrillo tras otro.
“Enrique ingresó al Rotary Club Caseros en el ’69, ocupando la clasificación Medicina – Cirugía, clasificación que anteriormente había ocupado el doctor Humberto Appolonio. Puedo asegurar que el Rotary fue su segunda gran pasión: incluso, fue designado para organizar el Rotary Club Caseros Sur. Tuvo muchas ideas en favor de la comunidad y se brindaba con generosidad. Entre sus proyectos, figuraba crear un colegio industrial y huertas escolares en los terrenos del ferrocarril.
“En las reuniones del Rotary mostró, además, su capacidad de animador nato. Fui testigo de múltiples convocatorias que coordinó como si fuera un profesional. Compartimos infinitos cafés. Jamás dejó de llamarme para mi cumpleaños o para el “Día del Amigo”. Y siempre con el chiste de por medio, desparramando buen humor.
“En los últimos tiempos, lo noté algo caído. La operación a la que debía someterse lo preocupaba. Pero fiel a sus costumbres, siguió trabajando hasta último momento, desatendiendo los consejos de sus colegas que lo instaban a que se preparara para la intervención. Hasta continuó fumando. Sin duda, como médico, conocía lo que se jugaba.
“Supe que, en su última reunión rotaria, instó a sus amigos a que se tomaran de las manos para darse fuerzas en pro de la camaradería. El día que lo operaron alcancé a verlo, en el pasillo de la clínica, cuando lo llevaban al quirófano. Soy muy sensible y apenas tuve fuerzas para susurrarle: “Suerte, Enrique”. El corrió la manta y con la mano me hizo chau. A pesar de que sufrió tres espasmos, la operación fue perfecta. Ingresó a terapia intensiva y allí estuvo cinco días. Fui a visitarlo diariamente pero no pude verlo. Sus pulmones no resistieron.
“El domingo 2 de mayo de 1994, casi al mediodía, me avisaron que había fallecido. Que mi amigo Enrique, a sus 63 años, había fallecido.