“Si bien los especialistas son muy importantes, se está volviendo a lo que se conoce como médico ‘generalista’, médico de barrio… porque éste es quien ve toda la patología de un paciente”, nos dijo en 1992 Jorge Silvestre Zanguitú , quien por entonces acababa de cumplir 40 años desde que le habían entregado el diploma y empezaron a llamarlo doctor.                                                                                                                            

Atildado, bonachón, el hombre supo conocer, en sus años de estudiante, a Luis Agote y Ramón Carrillo, de quienes hablaba con respeto y admiración. “La medicina le debe mucho a ellos”, recalcó.

Descendiente de cuatro abuelos vascos, Jorge nació en pleno campo, en una estancia cuyo dueño era Roberto Ortiz, quien fue presidente de la Nación y, para ese 1923, se desempeñaba como ministro de Marcelo T. de Alvear.         

“Soy séptimo hijo y me salve de ser lobizón porque  entre tantos hermanos , tuve una hermana”, apuntó con una sonrisa. Y agregó: “Mi madre venía a tener sus hijos a la Capital Federal pero una vecina le dijo: ‘Con la experiencia que vos tenés y con lo que yo sé, no hace falta que viajes’, y así fue que nací en la estancia”.

Su infancia la transcurrió en Huanguelén -pueblo de la pampa bonaerense – de donde es oriundo el decidor José Larralde y donde el poeta-médico Baldomero Fernández Moreno anduvo, durante un tiempo, recetando aspirinas. 

“Allí escribió ‘Campo Argentino’, una obra no muy conocida pero que me gusta mucho”, pormenorizó nuestro vecino.

En el ’52, Zanguitú se recibió como médico y como esposo de Elsa María Fernández, una joven que desconocía a Hipócrates pero que tuvo el don de sacudir el corazón del joven doctor. En ese tiempo, el mozo vivía en Congreso… “y trabajaba en el hospital Alvear cuando un amigo me pidió que lo reemplazara en la Cruz Roja, acá, en Caseros. Y así lo hice durante varios meses”.

Una mañana de sol reparó en que le gustaría afincarse en estos pagos y por consejo de María Nieves y Matilde Venturino – enfermeras de la Cruz Roja- se decidió a buscar casa… “Matilde me había dicho que se estaba levantando un barrio nuevo, en Caseros Norte, de la calle Hornos para el lado de Palomar… pero no conseguía nada porque nadie quería alquilar. Hasta que un compañero me sugirió: ‘Preguntale a un peluquero que ellos, en los barrios, saben todo’. Tuvo razón, le pregunté a don José Maradei, quien me señaló una casa de la calle Potosí, entre Bonifacini y Esquiú, que me alquilaron por 1000 pesos mensuales”.

Allí, el joven instaló su consultorio y su hogar y es la casa que sigue ocupando. “Eran todas calles de tierra; en Humberto 1° (actual Pdte. Perón) había dos zanjones por donde, cuando llovía, corría muchísima agua; un vecino me contó que eso era una cañada y que, en los días de tormenta, se convertía en un río… siempre fue una zona de mucha agua”.

Tiempos en que no se conocían los servicios nocturnos de urgencia y, por lo tanto, el doctor debía concurrir a toda hora y a todo lugar.

“Sólo muy de vez en cuando pasaba un colectivo de la línea 5… así que a todos lados iba caminando. ¡Sí habré pisado agua y barro de todos los colores ! Tenía unas botas que me llegaban hasta las rodillas pero, a veces, no me servían porque los lugares inundados eran tan profundos que el agua me entraba por arriba”.

Infinitas noches, con lluvia o con frío, debió dejar la cama calentita para cruzar los campos caserinos, acompañado apenas por el canto de los grillos, para atender a los enfermos. “Caminaba siempre con la linterna que me servía para alumbrar el camino, para revisar las gargantas o para iluminar al paciente en los ranchos sin luz… y para encandilar a los perros que se me venían encima”.

“Con el tiempo me compré un Rambler… un día de lluvia quise cruzar la esquina donde estaba la firma IMENA y había tanta agua que el coche quedó flotando”.

“En 40 años sólo tuve un percance: un domingo a la noche, iba a atender a una monjita del Abate cuando dos hombres se subieron a mi auto para asaltarme en la diagonal Tacuarí (actual Álvarez Jonte) y me largaron en Santos Lugares”.

LA NUEVA ITALIA

El doctor fue juntando experiencias y el barrio se fue poblando. Empezaron a afincarse muchos inmigrantes italianos -sicilianos, calabreses- tanto que a la zona se la conocía como “La nueva Italia”. Casas sin heladeras (“la única que tenía una Siam era la señora de al lado de mi casa… algunos, ni siquiera tenían una radio” ) y con riguroso gallinero…“Hasta yo tuve que instalar uno porque los vecinos -de generosos, nomás- dos por tres me andaban regalando pollos y gallinas”.

“Los recién llegados al barrio contraían muchas diarreas porque el agua estaba contaminada; a medida que pasaba el tiempo se iban acostumbrando y adquirían resistencias naturales. También hubo que luchar contra la polio… y después, contra la tifoidea”.

Los almanaques fueron cayendo (“40 años es un soplo pero cuando se lo mide con la vara de los acontecimientos vividos es un largo tiempo”) y hasta las enfermedades fueron cambiando… (“antes, por ejemplo, había muchísimos casos de sarampión”) y ahora el stress, con sus conocidas consecuencias es el amo y señor.

Simpatizante de Boca y aficionado a la pesca, el doctor – con la complicidad de Elsa, claro – aportó al Registro Nacional de las Personas, cinco hijos: María Viviana, Jorge Eduardo, Marcelo Enrique, María Alejandra y María Cecilia. Aseguraba que si volviera a empezar, volvería a elegir a Caseros y lo único que le preocupaba era saber que haría el día en que tuviera que colgar definitivamente el estetoscopio.

“Siempre fui un esclavo, en el buen sentido, de mi trabajo ¿Qué voy a hacer luego de perder esa inmensidad que he vivido? Se me hace difícil pensar en eso; será un cambio tan radical que no sé cómo encararlo ¡¿Qué voy a hacer, eh?!”, nos dijo.

El doctor Zanguitú falleció el jueves 25 de agosto de 1994, a sus 71 años, víctima de un aneurisma que lo sorprendió mientras se encontraba atendiendo, en su consultorio de la calle Potosí.

Sería justo que algún espacio de Caseros llevara su nombre.