Hay casas que no son solo casas. Son testigos y memoria de la historia de un barrio que cambia sin pedir permiso.
En la calle Murias, entre De Tata y Fischetti, vereda impar, todavía se alza – ya vacía – una vivienda que aún, deja entrever, aunque algo deslucido, su nombre.
Fue construida en los años de esplendor del Caseros ferroviario, ése que crecía al ritmo de la línea Buenos Aires al Pacífico y del esfuerzo de familias inmigrantes y trabajadoras.
El estilo arquitectónico revela que no fue una casa más: jardín al frente, rejas de hierro, molduras ornamentales y un cartel con el nombre grabado en el friso: “Villa Ruth”. Porque a ese tipo de las viviendas se las bautizaba por un deseo de permanencia.
En la actualidad, su fachada clara, con cornisas aun prolijas y ventanas altas, resiste en silencio la llegada de un final anunciado. Seguramente a punto de ser demolida, su presencia parece pedir, al menos, una última mirada.
Ya nadie entra ni sale por sus puertas. Las ventanas cerradas y el silencio de su interior son la señal clara de que su historia ya no se escribe, se recuerda.
Es posible que en poco tiempo lleguen las máquinas de demolición. Y sus estruendos griten que en el lugar habrá algo nuevo, tal vez moderno, tal vez necesario. Pero no será lo mismo.
Caseros va dejando atrás estas joyas del paisaje cotidiano. No figurarán en libros de arquitectura ni en catálogos patrimoniales, pero sí del alma invisible del barrio. Son esas casas que algunos afortunados vimos alguna vez y, sin saber por qué, nos quedarán grabadas para siempre.
NdeR: la imagen que ilustra esta nota fue tomada en la primera década del presente siglo.