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De fogonero a maestro del arte: la vida de Gerardo Granda

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Hoy se cumplen quince años de la partida de Gerardo Granda, vecino querible, docente de alma y artista plástico que dejó huella en nuestro barrio.

Vivía en la calle D’Ella Rossa, entre Hornos y el pasaje Tupungato, junto a su compañera de vida, Blanca Fernández. Con ella formó una familia de tres hijos: Norma, Marta y Gerardo.

Gerardo siempre contaba, con una mezcla de orgullo y resignación, que para sacar adelante a los suyos trabajó en el ferrocarril.

“Empecé como fogonero y más adelante me designaron maquinista”, recordaba. Y enseguida agregaba, medio en broma y medio en serio, que las bronquitis que arrastró toda la vida nacieron allí, cuando lo agarraban lluvias bravas y él seguía alimentando la locomotora a paladas, empapado de pies a cabeza.

Su infancia transcurrió en los años veinte, entre zanjones y baldíos de Villa Alianza. Era hincha de Boca y, según él mismo aceptaba, bastante patadura. Los campitos fueron escenario de más goles errados que festejados.

Su escuela primaria quedaba en Belgrano y Lisandro de la Torre, donde entró a pelearse con los diptongos y la tabla del siete. El estudio no lo desvelaba, y más de una vez terminó esquivando borradores que las maestras le lanzaban cuando se ponía inquieto. Aun así, recordaba con un cariño particular a la señorita Machado, la única que le tenía paciencia de verdad.

Pero en ese chico travieso ya asomaba el artista. Junto a su amigo Humberto Golfera, se encargaban de dibujar las láminas para el colegio. Con el tiempo, esa habilidad se volvió una vocación firme. A los diecisiete años supo que un tal Mindo Palacios -apenas dos años mayor – también dibujaba. Fue hasta su casa y le preguntó si podía darle clases.

“Salían dos pesos”, subrayó Gerardo quien compró sus primeros pomos Talenz en la librería del “Gordo” Zas, en Urquiza y 3 de Febrero. Pero al ver la primera lámina que le copió, Mindo cambió de idea: lo miró un rato y le soltó: “Dejémonos de joder… vos ya sabés pintar. Mejor hagamos cosas juntos”. Le devolvió los dos pesos y se fueron de farra. Fue el comienzo de largas salidas por campos de Caseros, Palomar y Hurlingham, donde soñaban paisajes y buscaban colores.

En 1948 apareció en su vida Joaquín Luque, un pintor de trayectoria, vecino de Caseros. Bajo su guía, Gerardo aprendió a pensar mientras pintaba y a trabajar la armonía de los colores. Su obra empezó a circular y pronto su nombre cruzó fronteras: Venezuela, España, Perú, Estados Unidos, Holanda, Japón, México, Israel. Fue amigo de Quinquela, restauró obras de la Galería Pacífico y se perfeccionó con Alberto Delmonte. Decía que la pintura realista “detiene un instante” y que cada color fija un momento único en el lienzo.

Cuando se jubiló del ferrocarril, eligió lo que llamó su tarea “insuperable”: enseñar.

Gerardo Granda falleció el 17 de noviembre de 2010, a sus 94 años. Pero aquí, en estos lares, entre sus cuadros y anécdotas, sigue vivito y pintando.

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