En aquellos años, la fabricación de ladrillos era – junto al ferrocarril y las quintas- una de las fuentes de trabajo más importantes de Caseros. Un trabajo arduo, sin dudas.
“Primero se prepara la tierra con agua y una mezcla de aserrín y paja que se usa en las caballerizas; luego de que los caballos pisan el barro hasta dejarlo a punto se impone el corte de los ladrillos en molde; después, se orean al sol y se apilan a mano en una hilera de quince metros de largo y, por último, se enciende el gran fuego en los hornos y se procede a la quema durante cuatro días”, recordaba, en un reportaje, un hornero sobre la faena que realizaba en La Pampa y a la que imaginamos similar a la que se realizaba en nuestro barrio. Refiriéndose a los caballos que trabajaban en los hornos, describía que los potrillos iniciaban su faena a los dos años. “A esa edad se les empieza a enseñar, porque al principio se retoban. El barro es un trabajo pesado”.
“Después del extenuante día en que se prepara el adobe, el caballo descansa hasta la próxima horneada. Pero no sólo es necesario que el caballo sepa dar vueltas en círculo, sino que, además, tiene que tener la fuerza suficiente como para sacar sus patas y manos del barro para dar el próximo paso. Hay que alimentarlos bien, para que estén fuertes. Si no, no se mueven”, se lee en la entrevista.
La de Dentino y Becco fue una de las principales fábricas de ladrillos de Caseros. Se extendía prácticamente desde el predio donde hoy se levanta el Mercado de Fruta y Verdura, de avenida Alvear, hasta la calle Carlos Tejedor, donde estaba la entrada principal en la que posan los trabajadores sin imaginar, seguramente, que más de setenta años después, sus rostros se repetirían en la revista del barrio.