(Esta entrevista la realizamos en febrero de 2011)
Nació en el ´41, aquí en Caseros, y creció también acá. Pero el acento norteamericano pincela cada una de sus expresiones. Por ejemplo, apela a un extendido ¡’Ouuu, ie’! para manifestar que sí, que está de acuerdo. Reside en Massachusetts (EEUU) pero alguna vez vivió en la esquina de Urquiza y Andrés Ferreyra, propiedad donde en la parte de atrás estaba la vivienda hogareña y adelante, la carnicería de su papá, Juan Antonio Botta, quien alguna vez fuera cortador de los hermanos Gildo y Hugo Agusti, matarifes.
Juan, el protagonista de esta nota, es el mayor de los hermanos Botta; le seguían: Antonio, Daniel, Beba y Hugo. Todos cuidados por el amor de mamá Ana Genoveva Vázquez.
Juan supo ser alumno de la escuela N° 8 y repartidor, canasta al hombro, de carne a domicilio. “Le llevaba el asado a los Yoffe, dueños de El Asombro, a los dueños de El Progreso, al Pampa, La Amistad, a Luisito…”, recuerda.
Estamos sentados a una mesa del restaurante del club República (Valentín Gómez y San Jorge) y el hombre agrega: “Acá, también traía carne… A Juan Arribalzaga, el canchero, le pedía una pelotita para pelotear en el frontón”.
“En mi juventud, con Pedro Almirón, El Negro Montero, Menghetti, Quique Bellotti, Chingolo, Ahumada, Munchi y Mauricio Gándola, Dany Moreno, Carlitos Rau, Pocho Cabrera, los Portela, los Cantero, Bocha Sodor, Gladys Gutiérrez… era una barra grandísima… íbamos a milonguear tres veces por semana. Seguíamos a Troilo, Marino, Pugliese… íbamos al club Unión para bailar con el Tano Tuchi“.
Era pibe todavía cuando Hugo Agusti (“una persona increíble”) le calzó los guantes por primera vez. “Hugo estaba metido en el boxeo con Horacio Salvarezza, Luis Nayen, Cacho D’Angelo, Pedro Zenobi… con Hugo siempre practicaba y le pegaba a una bolsa llena de ropa que colgué de un tirante y me la pasaba pegándole; después, la llené con aserrín”.
Ya jovencito, Luis Nayen, conocido púgil caserino, lo llevó al Luna Park y le presentó a los hermanos Porzio. La vida del mayor de los Botta empezaba a cambiar. Cada mediodía, tomaba el tren, luego el subterráneo y se dirigía al gimnasio del Luna. Nada tardó en entreverarse en decenas de combates amateurs. El pibe prometía y prometía mucho. Con la velocidad de un relámpago y la fuerza de un toro lanzaba un gancho de izquierda demoledor.
“Algo boxeaba… pero, sobre todo, era un pegador”, recuerda Juan quien cada dos o tres años visita al Caseros de su infancia. “Uno de los problemas que arrastraba es que soy zurdo pero de chiquito me cambiaron la tendencia… la maestra me pegaba con la regla si me pescaba escribiendo con la derecha”.
Aquí, en el barrio, entrenaba con Santagada y los hermanos Arona, en el club Libertador (Belgrano y Álzaga) y alguna vez dio exhibiciones en El Zonda. El muchacho Botta quería dejar de ser amateur y pelear con los profesionales pero Tito Lectoure se opuso. Juan decidió darle un giro a su carrera y, apoyado por los Agusti, se fue a probar suerte a EEUU. Tras un tiempo en Chicago, llegó a Nueva York a bordo de un Mustang ’66 (“Que me había regalado una chica que se enamoró de mí”) y veinte dólares en el bolsillo. Nada más. “Me dije: ‘Que voy a hacer ahora’… dormía en el Mustang y, durante días, mi único alimento fue un lo que preparaba con un calentador que enchufaba en el encendedor del auto”.
Por suerte, a los pocos días, pudo contactarse con Celedonio Lima, ex campeón argentino – que era camarero en un restaurante especializado en churrascos, papas fritas y ensaladas -quien lo llevó a trabajar con él. “Yo limpiaba las mesas y, después, bajaba al sótano a pelar papas. Me pagaban un dólar la hora y una comida gratis“. Conoció a Tony Marsiglia quien se ofreció a entrenarlo y hasta le brindó alojamiento en su propia casa.
“Tony tenía cinco chicos y a dos los juntaba en una cama para que yo pudiera dormir en la que quedaba libre. Cuando me hice de unos pesos me mude a una pensión en Nueva Jersey, donde compartí una pieza con ocho tipos… no sabía si eran ladrones, pervertidos; así que dormía con un ojo abierto y sin nada de guita por temor a que me afanaran todo”.
Juan quería boxear, para eso estaba en Nueva York. Pero le costaba concretar su propósito. Marsiglia lo llevó al mismísimo Madison Square Garden y le presentó nada menos que a Teddy Brennner. El legendario promotor malició que el muchacho no tenía los 20, 21 años, que decía tener (y tenía razón) y su recomendación fue lapidaria: “Tomate el avión y volvé a tu país”.
La respuesta de Juan también fue contundente: “Yo voy a pelear acá, en EEUU”. Entrenó con furia y perseverancia. A pesar de su edad ya avanzada para el box (“tenía 24, 25 años”) asimiló el estilo yankee. “En la Argentina, es tanteo y golpe… allá es combinación y pum, combinación y pum”.
Aunque por bolsas menores, los combates empezaron a sucederse. En Queens, en el Bronx, en Manhattan, en Portland, en Las Vegas o en Bostón se conoció el temible gancho de izquierda del muchacho de Andrés Ferreyra y Urquiza. También, concede, sucumbió ante palizas memorables y más de una vez, despertó en el vestuario. Así fue forjando su trayectoria boxística. “Volvía al restaurante con tremendos dolores de cabeza, todo machucado, y seguía trabajando hasta la madrugada”, recuerda con gesto de como si todavía le doliese.
“En mi primera pelea me pusieron a un tipo de 23 que me estaba desfigurando en los primeros rounds… Tony, desde el rincón, me repetía ‘¡Dale al hígado, al hígado!’… en el cuarto round, mi rival se quedó sin gambas y no quiso más”. A los tres días, Juan regresó al gimnasio esperando recibir felicitaciones pero se encontró con un “es lo peor que te podía haber pasado”. Resultó que su oponente era toda una promesa y lo estaban preparando para las luces rutilantes. Su segundo adversario fue un veterano campeón, ya retirado, que intentaba recuperar la corona de antaño. Juan se lo impidió para siempre. El mayor de los Botta se convirtió, entonces, en una especie de ‘escalón’, un obstáculo que debían sortear quienes aspiraban a las glorias mayores. “Ganaba dos, tres peleas, perdía la siguiente…”, describe antes de aclarar que sus triunfos debían tener la contundencia del nocaut para que le den por ganado el combate. De lo contrario, entraba a tallar ‘el negocio’ del promotor y el fallo se inclinaba ajeno al desarrollo de la pelea. Una muestra: “Peleé con el portorriqueño Julio Novoa que, previamente, me llamaba al gimnasio para insultarme. Le pegué tal paliza que al quinto round no quiso salir del rincón. Estaba camino al vestuario cuando el refereé me llama para que volviera al ring. Yo no entendía nada. Tony estaba discutiendo con los comisionados. Me hicieron continuar la pelea y le volví a dar una paliza. Pero el triunfo se lo dieron a él. Fue un afano total”. Ya tenía treinta años cuando Juan, tras una seguidilla de combates, notó que se fatigaba más de lo acostumbrado. Una mañana escupió sangre. El diagnostico medico fue terminante: tuberculosis.
“Salí de la clínica con la idea de estrellar el Mustang contra una columna”. Para qué seguir viviendo. Sin embargo, el caserino puso contra las cuerdas a la enfermedad y dos años después andaba peleando para que los médicos le otorgaran el permiso para retornar a los rings. Y otra vez ganó por nocaut.
Juan reconoce que su carrera se definió, también, por ser un sparring ideal para los grandes campeones. Entrenó contra púgiles de la talla de Marvin Hagler y Emile Griffith y hasta cruzó un par de rounds con, nada menos, que el peso pesado Joe Frazier (“con Joe, también, jugaba a las cartas”).
“Cuando entrenaba con Emile, que iba a pelear con Benvenutti, me concentraron en un gran hotel, en la montaña, donde se alojaban Frank Sinatra y otros artistas”.
En cierta oportunidad, viajó a Roma y peleó con el francés Gratien Toná como paso eliminatorio para enfrentarse con el campeonísimo Carlos Monzón. Cayó derrotado. La bolsa era de 60 mil dólares y fue el combate previo a un enfrentamiento de fondo que protagonizó Ringo Bonavena.
Juan regresó a Massachusetts donde lo esperaba su esposa Donna Fozzi a quien describe con la contundencia de su característico gancho: “Es un ángel”.
Ya retirado, fue celador en una penitenciaria juvenil y, paralelamente, se dedicaba a la pintura y limpieza de casas. El abundante trabajo jamás lo asustó. “Limpiaba diariamente dos o tres casas de millonarios. Barría, limpiaba piscinas, vidrios… todo lo que hace una sirvienta, yo lo trabajaba los siete días. Como quería que mi esposa se dedicara de lleno al cuidado de los chicos, tengo cinco hijos, yo tenía que conseguir la plata para mantener la familia. Al principio, vivíamos en una casa rodante hasta que pudimos comprar la casa que nosotros queríamos. Con el tiempo, la gente que me daba sus casas para limpiar, también me ofreció la limpieza de sus oficinas, en horas de la noche… entonces, formé una empresa de 14 personas”, señala antes de agregar que “los americanos son muy amables… si uno va a EEUU y trabaja, y cumple, jamás va a tener un problema. Yo vivo allá hace más de 40 años y no escribo en inglés, apenas si lo hablo, pero eso no fue excusa al momento de trabajar. Actualmente, trabajo en una escuela, me ocupo de la limpieza y cuando me ofrecen la limpieza de una oficina también la agarro. Estoy junto a Donna, en una casa flamante, en una especie de barrio cerrado, muy lindo, que es únicamente para mayores de 55 años y no se permiten mascotas. Mis cinco hijos ya son independientes”.
Nota de redacción: Juan Botta falleció el 1 de enero de 2020, a sus 79 años. QEPD