Corre 1953. El flamante doctorcito chapalea el barro de Caseros durante una de las tantas visitas nocturnas a domicilio. Atraviesa los andurriales caserinos llevando el maletín y la linterna para iluminar el camino y espantar a los perros ariscos que le hacen segregar litros de adrenalina. La oscuridad se acentúa por uno más de los repetidos cortes de luz. Corta camino por la diagonal de los baldíos esquivando alambrados y los montones de bosta. El apuro le gana a la prudencia y llegan, en sucesión inmediata, el resbalón y la caída en una de las infinitas zanjas. El doctorcito queda de cara a la luna que brilla sobre los yuyales mientras cantan los grillos y los sapos. Hasta sería una linda noche sino fuera por el frio, por los perros que se turnan para acosarlo y porque esta enchastrado hasta las orejas. En fin, paciencia. Vuelve a pararse, se sacude un poco y, tenaz, sigue caminando hasta la casa del paciente que reclama su atención.
(Nota: este reportaje lo realizamos en 2003)
El doctor Abraham Goldman luce hoy 76 impecables años. Sonríe cuando recuerda aquellas excursiones a los domicilios de los vecinos enfermos. En aquel principio de los ’50, todavía residía en el elegante barrio de Palermo. Cada día, viajaba “en el trolebús y en el 181 para llegar a mi consultorio de Mitre y Perú, en Villa Parque… ahí atendí casi 50 años”, señala el médico. Eligió nuestro barrio para ejercer su profesión por consejo de un pariente “que tenía una sastrería en la calle 3 de Febrero, entre Mitre y La Merced”.
Conoció los rincones más carecientes del barrio que se fueron extendiendo desde los arrabales caserinos… “lo que hoy es la Villa El Mercado, Barrio Evita… luego, El Barrio Derqui…”. Concede que en la actualidad “no andaría por allí… menos como iba yo, de noche y a pie”.
Aunque aquellos tiempos eran menos beligerantes que el presente no escaseaban las reyertas – generalmente fogoneadas por la mala bebida – que se dirimían a cuchilladas. Y allí iba el joven médico para la sutura correspondiente. Por otro lado la falta de agua potable y cloacas facilitaban la aparición de enterocolitis y afines, estaban plenas las anginas y se superponían los partos. Y allí iba Abraham con la fuerza de su vocación y su gran voluntad.
“¡Un tiempo muy duro fue el de la polio… todavía debe haber algunos de aquellos chicos internados con respiradores… recuerdo que daba charlas en la Escuela Nacional N° 222 (Perú y Labardén) aconsejando medidas dietéticas y de higiene”.
El doctor Goldman es polaco de nacimiento pero a sus tres años ya jugaba en las calles de Paraná. Por eso le gusta decir que “soy mitad polaco, mitad entrerriano”. En Entre Ríos transcurrió su infancia junto a su madre, su padre zapatero y sus cuatro hermanos.
Buen ajedrecista, fue campeón provincial en la categoría menores. “Uno de mis hermanos, Aarón, fue un médico notable, brillante… lo mataron durante un asalto. En el ’75, cuando intentó defender a nuestro padre”.
Ya estaba radicado en Buenos Aires cuando Abraham conoció a una bonita santafesina – Beatriz Moizé – que lo desayunó con que el corazón estaba poblado por algo más que ventrículos y aurículas. Al tiempo, los felices cónyuges se instalaron en Caseros, al lado del consultorio de Mitre y Perú.
El doctor señala que, además de su rutina en Caseros, cumplía funciones en el Hospital Durand donde – “siempre por concurso” – fue ascendiendo hasta obtener la jefatura del servicio de Cardiología.
“Tuve grandes maestros como Miguel Joselevich y Bernardo Malamud… con Malamud hice toda la carrera de Cardiología, él fue un maestro perfecto, una persona íntegra, carismática… con gran dominio del lenguaje y una caligrafía impecable. Con él presentamos muchos trabajos de la especialidad que me valieron ser nombrado miembro titular de la Sociedad Argentina de Cardiología”.
La destacada trayectoria médica de Goldman no le impedía involucrarse en las problemáticas de nuestro barrio y, codo a codo con los vecinos, luchó por el asfalto y el alumbrado.
“Conozco a mucha gente de Caseros, tuve grandes amigos como Américo Chebel y su hermano, al que le decíamos ‘El Rusito’. También conocí a colegas como los doctores Grynspan, Bottini, Piacenza, Kusién, Hocsman, Turkienicz…”.
Recuerda también a dos párrocos de Monte Calvario “que me esperaban, después de mi regreso de las visitas a domicilio, con una milanesa o un bifecito con puré… me decían ´Pobre doctor, cómo trabaja´”.
Las distintas convicciones religiosas no impedían su amistad con los sacerdotes “porque cuando hay afecto, respeto y hombría de bien, todos nos podemos tender la mano y compartir la mesa, nada importa que sea uno musulmán, católico o judío. Todos somos hermanos”.
Actualmente, atiende solidariamente, una vez por semana, en el Instituto Nuestra Señora de La Merced. También, continúa concurriendo al Hospital Durand donde se consideran altamente sus conocimientos médicos. Reconoce que es un apasionado con su profesión y permanentemente busca actualizarse en los avances de la especialidad y no perder “la mística que deben tener todos los médicos”.
Esta devoción le generó más de un reto familiar y hasta cierto complejo de culpa por haber faltado a algún acto escolar de sus hijos “pero, a veces, la urgencia de un hospital no se puede postergar”. Es simpatizante de Boca… “aunque hace más de veinte años que no voy a la cancha”. Habla pausadamente, casi subrayando cada palabra.
Es atildado y pulcro, sólo cuando sonríe se lo puede asociar a aquel jovencito que “compraba” las zanjas pueblerinas. Se lo nota agradecido con la vida, con su profesión… y también con nuestro barrio: “Por Caseros tengo un afecto especial”.