Cuando lo entrevistamos, en 2006, Juan Antonio Conde – vecino de la calle Pringles, entre Mitre y Esteban Merlo – era suboficial mayor (R) de la Fuerza Aérea. En abril de 1982, lucía el uniforme de cabo principal cuando nuestro país recuperó las Islas Malvinas.
Juan fue asignado como auxiliar de cargas en Puerto Argentino, tarea que compartió con, entre otros, Juan Carlos Lanzani, también vecino de Caseros.
“Teníamos que crear una terminal de cargas en el aeropuerto”, nos dijo Conde. Estábamos en el comedor de su casa; el hombre se manejaba como podía sobre su silla de ruedas. Lucía el semblante alegre, los ojos vivaces. Parecía de charla fácil aunque insistió en que no era hombre de muchas palabras.
Una dolencia de carácter progresivo e irreversible le limitó los movimientos. Detalló: “Según los médicos, el gatillo que disparó mi enfermedad fueron el frío y el estrés que sufrí en Malvinas”.
Su mal le produjo “pérdida de mielina” con la consecuente declinación motriz. No se mostró abatido a pesar de que su padecimiento le obligó a retirarse, en 1994, de la Brigada Aérea de Palomar, donde concurría diariamente con el colectivo 123; por el contrario, se manifestaba con una entereza que debería avergonzar a los quejosos sin motivos valederos.
En las islas australes, Juan y sus compañeros trabajaron de sol a sol durante aquel abril del ’82.
“Teníamos que descargar los aviones y repartir el material en distintas unidades; recuerdo una jornada donde descargamos alrededor de 60 aviones. Era un trabajo constante que ni siquiera nos dejaba pensar en todo lo que estaba sucediendo. Cuando podíamos dormir, caíamos rendidos como troncos”.
Fue durante esas semanas que empezó a “sentir que se me aflojaban las piernas… eran las primeras señales de la enfermedad… el frío, la lluvia, la humedad, el trabajo constante, la ansiedad, el estrés… todo debe haber influido en mi enfermedad”.
En los primeros días de mayo de 1982, tras el ataque inglés a Puerto Argentino, Juan pasó a integrar una de las tripulaciones aéreas que trasladaban víveres desde el continente a las islas. Uno de esos aviones fue abatido por un Sea Harrier y su tripulación – compañeros de Juan – falleció en ese episodio.
Nuestro vecino fue miembro de la Casa del Veterano de Guerra de Tres de Febrero (Valentín Gómez, entre Andrés Ferreyra y Sarmiento), entidad que, entre otros objetivos, mantiene viva la causa Malvinas.
“Los muchachos trabajan mucho… dan charlas en las escuelas, pelean por los derechos de los veteranos… también, organizan emprendimientos solidarios como la ayuda a una escuela correntina. Yo soy revisor de Cuentas”, subrayó Juan.
Nuestro vecino de la calle Pringles fue alumno de la escuela 12 y del EMAUS. En sus tiempos mozos, fue chofer de la empresa de “Quito y Adolfo Fattore y también hice changas para la firma Perillo&Coi”.
El hombre agradecía que el carácter progresivo de su enfermedad le permitía un mejor adaptarse. Lejos de lamentarse, se organizaba mentalmente para recibir sin amargura, la vida plena que se genera cada día.
Señaló que no necesitaba tratamiento psicológico y se reconocía dueño de un temperamento que le permití superar las adversidades; incluso, bromeó, la de ser “hincha de Racing”.
Un poco más serio, concluyó: “Dios nos quita pero también nos da… a mí, por suerte, me dio este buen carácter y la resignación para aceptar lo que no se puede cambiar”.
Cuando lo entrevistamos, Juan Antonio Conde tenía 56 años y estaba casado con Gladys Pozzo; el matrimonio tuvo un hijo: Matías Fabián.
Pasó el tiempo y a Juan lo perdimos de vista. Hace pocos, nos enteramos que el carácter progresivo de su padecimiento acabó, años atrás, con su existencia.
Nos dejó su ejemplo de vida.