A los seis años recién cumplidos no sabía muy bien por qué mi barrio era mi casa. En realidad una extensión de ella. Departamento escaso, de patio pequeño y no obstante, inconmensurable para mis ojos chiquitos. Y enseguida, el pasillo festoneado con malvones rojos, blancos, rosados. Un festival de pétalos. Nosotros, mis padres y yo vivíamos al final de ese pasillo. Por eso el barrio era más largo porque entraba hasta el fondo como si su vida me buscara para sumarse a la mía. Y allí nos encontraba, acompañados por macetones nido de rosas chinas coloradas como mis mejillas después de correr una carrera con mi vecina más grande.

En mi calle los martes había feria. Don Chichilo, el italiano del puesto de juguetes me regalaba sencilleces que para mí eran sueños dorados. También el frutero me daba uvas si era verano y sino una manzana encarnada. Mucha gente iba y venía con las bolsas de donde salían penachos de apio y puerro verdes como la gorra de Don Nicola, el carnicero de la esquina. Y a mí me gustaba ver a la gente que también se paraba con mi mamá a conversar palabras. El sentido de lo que decían flotaba lejos de mis intereses, era una bruma casi sin sonido. Si me daban un beso obligado me limpiaba y de vez en cuando recibía un pellizcón porque una nena educada ¡y ya estás grande! no hace eso. Peor si enseguida contestaba subiendo los dos hombros al mismo tiempo diciendo ¡qué me importa!, ahí era un cachetazo. Todo pasaba los martes en la calle de mi casa y a pesar de esos detalles, la vida era una fiesta para mis ojos niños.

Había otro acontecimiento que llegaba en el verano cuando yo estaba esperando mi cumpleaños. Era el Carnaval que festejábamos en la otra cuadra de mi casa, en el Club 9 de Julio. Inolvidable su cancha de básquet gigante donde la vida se convertía en un paraíso de colores y yo, disfrazadita de andaluza, disfrutaba mi propio cuento, el que me imaginaba mientras mi mamá me vestía para unirme a otras “mascaritas”, decía ella.

Entre los demás chicos duendes, payasos, damas antiguas y reinas modernas, caminaba sintiéndome una gran artista castañueleando y taconeando el bermellón. Después de un rato de bambolearme dispuesta a bailar hasta la Marcha de San Lorenzo, llegaba ella, la vecina de enfrente. Caminaba lentamente por el ancho pasillo que la recibía con elogios surgidos como suspiros silvestres, barriales, nuestros. ¡Es elegante! ¡Principesca! Más que las flores ¡El vestido es caro! ¡Sabe caminar! ¡Lástima que no es muy muy linda! ¿Se le oscureció más la piel? Le decían “la burguesa del barrio” porque tenía auto nuevo y una casa hermosa.
A los chicos no nos importaban las palabras no siempre dulces, porque ella cada año se convertía en una hada. Desde su bolso salían paquetitos de caramelos, de papel picado, serpentinas, Biznikes Nevados, chicles, alfajores y lo mejor de todo era que tiraba los zapatos y se ponía a bailar con cada uno de nosotros.

A pesar de las diferencias, ella sentía lo mismo que yo, y las dos lo sabíamos. Éramos iguales en algo. El barrio era nuestra casa, la cancha de básquet del 9 de Julio, nuestra fiesta. Creábamos un mundo con todas la igualdades y diferencias pero juntas. Un gran mundo compartido, el propio.

NORA BALARINO