Las fiestas tradicionales jamás tuvieron gran relevancia en mi familia. Reconozco que es lindo llegar a esos días con ciertos preparativos y expectativas. Lo hacíamos, claro, pero si hoy conservamos un poco de espíritu festivo por cualquier tradicional evento es exclusivamente mérito de mi madre.
Las costumbres familiares son pilares fundamentales en la formación de nuestra personalidad y nos marcan para toda la vida.

Mi papá era chofer, chofer de larga distancia. Esta última aclaración no es un detalle menor, es como quien dice médico cardiólogo, ingeniero industrial o abogado penalista. Indica la especialización dentro de la profesión. Para empezar se trata de hombres que, en la década del 80´, llevaban camisa, corbata, pantalón de vestir y portafolio. Recuerdo, casi como un ritual, a mi padre haciéndose el nudo corazón de la corbata frente al espejo. Luego nos alzaba de a uno para besarnos antes de ir a trabajar. ¿Hay algo más lindo que recordar aromas perdidos de la infancia? Como ese olor cálido, mezcla del apresto del cuello de su camisa recién planchada y su perfume en el rostro fresco.

Trabajaba en T.A. Chevallier S.A. Recuerdo con detalles el nombre viejo de la empresa porque me gustaba dibujar los micros con su logo característico: un círculo atravesado por una flecha roja y, abajo a la derecha, tres franjas horizontales con los colores de la bandera Argentina. En ese momento, era tal vez la empresa de transporte más importante del país. La terminal estaba frente a Plaza Miserere en Once, seguramente esa ubicación refería a un punto estratégico en la historia de nuestra ciudad. En épocas coloniales allí mismo era el sitio por excelencia del intercambio comercial entre la ciudad y el campo. Desde allí también comienza, o termina, el ferrocarril Sarmiento hacia el Oeste de la Provincia. Las ciudades, al igual que nuestras vidas, están llenas de preguntas que encuentran respuestas en su historia.

A mediados del 83´ se inauguró la terminal de ómnibus más grande de la Capital donde hacían base casi todas las empresas de larga distancia del país. Recuerdo que desde las ventanillas del Ferrocarril San Martín llegando a la estación de Retiro se podían ver los dos niveles de la moderna terminal como si el edificio completo estuviese cortado a la mitad. Desde ese punto de la estación, aun alejado de la terminal, con mi hermano identificábamos los coches de Chevallier con una emoción de pertenencia entre la gran cantidad de micros multicolores que le daban vida a aquella enorme construcción. Mi viejo era uno de los pocos y privilegiados hombres que dominaban esas naves para recorrer el país de punta a punta.

Aun hoy, hablando con él, realza el brillo de sus ojos y su voz para contar las innumerables anécdotas de más de 30 años de viajes. Manejó en todas las rutas argentinas y hasta en algunas de Brasil. Cruzó todos los puentes. Escuchó todos los acentos del país. Atravesó lluvias, tormentas, nieve, niebla, viento, calor y frio. Fue testigo de un millón de despedidas pero también responsable de otro millón de encuentros en cada terminal. Decir que mi viejo es un tipo de calle le queda chico. Mi viejo es un tipo de rutas, de pueblos, de historias infinitas.
Pero como todas las buenas historias esta también tiene sus “peros”. Cuando veíamos a mi viejo haciéndose el nudo corazón frente al espejo dejábamos de jugar para esperar ese beso allá arriba porque, al menos, por dos o tres días no volvíamos a verlo.

Se adelantarán a mis palabras y se imaginarán que no sólo las fiestas de las que hablaba al principio eran una incer-tidumbre sino que toda nuestra vida familiar carecía de rutina. Aclaro que esto jamás nos generó un sentimiento de pena o nostalgia ni nada que se le parezca. Al contrario. Creo que, sin saberlo, crecimos con cierta actitud de libertad ante algunas costumbres o compromisos indeseados que muchas veces veo reflejados en otras personas.
Ante este inevitable desorden rutinario, mi madre hacia lo imposible para organizar nuestras vidas y horarios. Aunque esta lucha también era contra ella misma ya que, por supuesto, también formaba parte de esta armónica disonancia que era nuestra vida.

A mi padre jamás le afectó demasiado o, mejor dicho, si le afectaba jamás lo demostró. Diría que todo lo contrario. Hacía lo posible para enfatizar aún más esta atípica manera de vivir. Todo lo que a él se le ocurría era raro. Si llegaba de trabajar entre semana no íbamos a la escuela para compartir esa mañana. A veces nos llevaba de viaje con él. Rotábamos con mi hermano un viaje cada uno, y no sólo en épocas de vacaciones. Nos recuerdo, a mi hermano y a mí, comparando anécdotas de diferentes aventuras. A él haciendo bolas de nieve en un paisaje invernal de Bariloche y yo juntando piedras en un manantial de Mina Clavero. Estos paseos eran “relámpago” porque viajaba, en general de noche, llegaba al destino a la mañana siguiente y esa misma tarde ya tenía que volver a Buenos Aires. Así conocimos el mar. También en un viaje relámpago que, al tener tan pocas horas en semejante nuevo mundo, estuvimos todo el día bajo el sol para disfrutar y volvimos insolados. Imposible olvidar el humor de mi madre al vernos llegar a los tres en ese estado…

Cualquier lector adulto estará pensando que estas actitudes fueron, en realidad, actos de irresponsabilidad para la educación y el cuidado de cualquier chico de 6 o 7 años. Pero tal vez mis padres nunca se detuvieron a pensar que era lo correcto, simplemente improvisaban ante las adversidades para que nosotros también tuviésemos nuestros momentos en familia.
En esta improvisación diaria de nuestra infancia, mi viejo creó momentos maravillosamente únicos. Como cuando llego con una bicicleta verde agua de 3 ruedas que compró en no sé qué pueblo del interior. De la mitad hacia adelante la bicicleta era igual a todas pero hacia atrás tenía un carro con dos ruedas donde entrábamos hasta 4 chicos. Cuando él estaba nos llevaba o nos iba a buscar a la escuela en ese artilugio nunca visto en un barrio del conurbano como el nuestro y confieso que lo que me daba de vergüenza quedaba superado por lo divertido de pasear en ese carro.
En algún río, que por más que me esfuerce no voy a saber cuál era, improvisó una gran balsa para meternos bien adentro con una cámara de las ruedas del micro.

Durante el mundial del 86, a medida que la Argentina avanzaba hacia la final, la victoria de cada partido se festejaba en multitudinarios encuentros en diferentes puntos estratégicos del país. Nosotros salíamos a la calle con unos banderines albicelestes para cantar con los vecinos de la cuadra. Pero aquella final contra Alemania, en el azar de sus días, mi viejo estuvo en casa. Esa tarde fue inolvidable no sólo porque fuimos los campeones del mundo, tampoco porque Maradona se convertía en el mejor jugador de todos los tiempos, sino porque también para aquel festejo mi papá abrió el micro y cargó tantos vecinos como pudo para llevarnos, entre cantos y banderas, hasta la casa de la “Tota”, en el barrio de Devoto.

Recuerdo una tarde de verano estar jugando en el jardín cuando de buenas a primeras mi madre nos alzó y, apenas con un bolso, salimos corriendo a Retiro para subirnos a un micro y amanecer en Esquina, una ciudad de la provincia de Corrientes. Era febrero y Corrientes estaba en su apogeo por la época de carnaval. Él había aceptado la oportunidad de trabajar desde allí y llamó a mi madre para que vayamos a pasar el verano. Con esa vertiginosidad sucedía todo. De estar jugando con las rodillas en la tierra del jardín a estar en unas horas en lo que fueron las mejores vacaciones de nuestra infancia.

Lo que nos caracteriza a lo largo de la vida, sin duda, son nuestras acciones cuando estamos con los demás. Pero lo que nos hace verdaderamente inolvidables es lo que hacemos para los demás cuando estamos solos. Por eso me es inolvidable ese Día del Niño. Tal vez el único que recuerdo con detalles.
Como cada día festivo en los que mi viejo no estaba, mi mamá siempre conseguía alguna opción para pasarla en compañía de tías, primos o vecinos. Ese Día del Niño fuimos a casa de unos familiares en José C. Paz. Cabe aclarar que, en esa época, las distancias “eran mayores”. Los medios de transportes públicos como el ferrocarril o los colectivos circulaban con menos frecuencia que hoy, tal vez también a menos velocidad tratándose de una tecnología más antigua y con una impuntualidad incalculable a la orden del día. No teníamos al alcance de la mano un mapa interactivo como los de hoy que indican, casi con exactitud, cuál es el tiempo para llegar a cualquier destino. No existía, tampoco, la excesiva y continua comunicación digital entre las personas.
El globalizado mundo de hoy y su tecnología nos genera la peligrosa sensación de estar más cerca de las personas o de cualquier lugar del planeta.
Tal vez esa sensación de lejanía de entonces, sólo se deba a la inocencia de un niño que mira el mundo desde una casa con jardín, de un barrio de casas bajas, la escuela de barrio, desde una bicicleta aurorita, una pelota N° 5 y un televisor con 4 canales.

La cuestión es que cuando íbamos a José C. Paz era al menos de un día para el otro, seguramente por esto que explicaba de las distancias. A mi hermano y a mí nos encantaba pasar algunos días allá. Mis primos eran también dos varones de edades similares a las nuestras que convivían casi el día completo con otros primos gemelos y un manojo de amigos del barrio. Éramos ocho, nueve o diez pibes para todos lados. Un fin de semana en casa de mis primos era un fin de semana de aventuras desde que nos levantábamos casi hasta la hora de la cena. Protagonizábamos interminables partidos de fútbol en una canchita de la zona, pateábamos penales o jugábamos al 25 contra el portón de algún garaje, carreras de bicicletas, trampas para pajaritos. Las costumbres del barrio eran diferentes a las nuestras pero nos encantaban. Las familias y los vecinos se mostraban muy unidos, compartían las tardes en las veredas y si había algún evento especial se reunían todos en las casas de patios más grandes. Por supuesto ese día del niño no fue la excepción.

A la tarde nos juntamos en la casa de los mellizos. Eran de esas familias donde todos los adultos son “tíos” de todos. Bueno, estaban todos, los tíos verdaderos, los políticos, los del corazón y hasta algunos ocasionales. Y en su misma proporción estábamos los chicos. Qué se yo! Calculo que éramos 15 chicos y un sinnúmero de adultos en torno a una merienda para la ocasión. Entrada la tarde, comenzó la entrega de regalos prometidos. Cada chico recibía el regalo principal de sus padres pero también algunos paquetes más de sus múltiples tíos y vecinos.
Nosotros sólo recibimos el regalo que nos había preparado mamá. Recuerdo que en esa época había una colección de muñecos que a nosotros nos encantaba. Por supuesto, como en todas las colecciones estaban los originales pero también existían esos otros que muy dignamente podían convivir en la misma colección. Se trataba de personajes desconocidos y con cuerpos menos articulados. Nuestra colección era una mezcla de estas dos especies. Y esa tarde se sumaron dos muñecos más de estos últimos.

Mientras la tarde de aquel domingo caía, el patio se convertía en un desfile de juguetes. Cada uno entretenido con sus variados regalos y compartiendo su entusiasmo. Nosotros que nunca fuimos desagradecidos también teníamos una sonrisa pero tal vez algo débil. Ya está! Queríamos estar en casa, con nuestras cosas, en nuestra intimidad.
Hoy comprendo a mi madre que se esforzó por regalarnos un festejo del Día del Niño sin imaginar que nosotros íbamos a vivir una desilusión. Porque los niños no entendemos de esfuerzos, de sueldos, de precios, de fechas, de encuentros o desencuentros. Solo nos quedamos con esa tristeza silenciosa con la que volvimos a casa.
El Ferrocarril San Martín nos dejó en la estación de Caseros, ya de noche. Supongo que no era tan tarde porque había gente en la calle y volvimos caminando las 10 cuadras hasta casa. Recuerdo que llevaba mi muñeco en una mano y la otra tomada de la mano de mamá y de manera simétrica, mi hermano del otro lado. Hablábamos de algunos pequeños preparativos aún pendientes para la semana escolar y qué íbamos a cenar esa noche. Aunque nunca hicimos referencia a la sensación de esa tarde sé que mi hermano sentía lo mismo que yo y mi madre seguramente no estaba ajena a nosotros.

Llegamos a casa, entramos al comedor y con mi hermano nos adelantamos a entrar en la habitación y…
Hay momentos que se guardan en la memoria como una fotografía. Son instantes que no se pueden describir con palabras de un niño de 6 o 7 años pero tampoco ahora a los cuarenta y pico. Esos momentos que no se pueden contar con palabras necesitan de todo un contexto para intentar explicarse. Contextos como todo este relato, como todos estos detalles para contarles que cuando llegamos a casa, entramos al comedor y con mi hermano nos adelantamos a entrar en la habitación y al abrir la puerta encontrar un montón de juguetes simétricamente ordenados sobre la cama: un camión, una escopeta que lanzaba corchos, un arco con sus flechas, algunos autitos multicolores, un ejército de soldados, globos, golosinas, todo por partida doble y un cartel que decía: “Feliz día, los quiero mucho, Papá.”
Ese momento habrá durado unos segundos pero sigue en mis recuerdos como un momento congelado en el tiempo.
Ese es mi viejo, un creador de momentos únicos cuando está presente, pero también el artesano de momentos inolvidables cuando no podía estar.

 

Andrés Compagnucci