Quienes nos conocen, saben que siempre batallamos en defensa del arbolado barrial. Durante mucho tiempo, no vacilábamos en deschavar a los que podan irracionalmente o arrancaban los arboles sin mucho fundamento. Y para convencer a los adoradores del cemento, dos por tres subrayábamos las bondades arbóreas: que los árboles son lindos, saludables, dan sombra, etcétera, etcétera.

Pero, alguna vez, paseando por la calle Alberdi, entre Rauch y Perdiguero, encontramos a tres pibes encaramados en un plátano y recordamos también esa importante función: que los árboles también sirven para treparse e imaginar aventuras. Y es mucho más apasionante jugar a Robín Hood o Tarzán (¿De quiénes habla este tipo?, dirán algunos) entre las ramas que embobarse con la compu, la tele, el celu y afines.

Por supuesto, tal batalla la perdimos por goleada. Basta mirar las calles caserinas multiplicadas por el cemento y diezmadas de hojas para darse cuenta que el Waterloo es fatal.

No importa, cada tanto se nos da por repetir lo repetido.

En una de ésas, aparece alguien que se le da por plantar árboles… entre nosotros, un maravilloso acto de amor.