JUAN ALEJANDRINO RAMIREZ nació en su casa de la calle “Brandsen y Roverano” (actuales Rauch y Fischetti) . Lo entrevistamos hace casi tres décadas. Andaba por sus 71 años y lo perdimos de vista. En aquella oportunidad, nos dijo:
“Cuando nací, no se iba a las clínicas. Mi abuela, que era analfabeta, también fue la partera de mis tres hermanos y de todos mis primos”.
Tiempos de malaria, mucha malaria. Hasta tal punto que “los muchachos insultaban a los foguistas que pasaban alimentando las locomotoras”. ¿Con qué objetivo? Lograr que los ferroviarios se enojaran y les revolearan “pedazos de carbón o quebracho que luego se utilizaban para cocinar”.
Como a algunos pibes se les daba por jugar a la pelota, cazar ranas o saquear nísperos, a Juancito le atraía irresistiblemente todo lo relacionado con la electricidad.
“Yo tendría unos doce años (años ’30) y me iba al local de la Unión Telefónica – que estaba en Valentín Gómez y 3 de Febrero, al lado de Casa Elías, porque allí tiraban, en un terreno del fondo, las pilas gastadas. Yo las reactivaba y armaba unos castillitos con lámparas encendidas que eran un espectáculo”.
Fue alumno díscolo de la escuela 33 hasta cuarto grado. “Repetí dos veces primero inferior… un poco porque no me gustaba el colegio y otro poco porque debía ayudar a mi mamá, que lavaba y cocinaba para afuera, para mantener a mis tres hermanitos”. Con picardía, recuerda que “también dejé la escuela porque tenía catorce años y todavía estaba en cuarto grado… y yo me daba cuenta de que, en vez del pizarrón, miraba las piernas de la señorita”.
Fue repartidor de pan, ayudante de cocina, dependiente de almacén, hasta que “el 19 de mayo de 1939, entré a trabajar como ayudante del operador Romero, en el cine Paramount, acá, en la calle 3 de Febrero”.
Ingresó en el biógrafo con un sueldo de 30 pesos, pero sus conocimientos de electricidad colaboraron para que al mes siguiente, su salario aumentara a 40 pesos. En aquel tiempo, rememora, un kilogramo de falda cortaba 30 centavos, y uno de asado, 50.
“En el cine, trabajé hasta el año ‘65. La sala se llenaba en todas las funciones. Cómo sería que mucha gente hasta aceptaba ver la película de parado con tal de entrar”.
“A veces, en el Paramount, se armaban unos líos bárbaros. Cuando se cortaba la película, se escuchaba una silbatina fenomenal y la gente hacía ‘pan francés´ (nota: golpear el piso con los pies). Cuando venía a barra de Agusti, ocupaban la última línea de butacas… no sé cómo hacían, porque se los palpaba al entrar, pero lograban ingresar con una corneta, ésas de camión. Entonces, en medio de la película, especialmente durante una escena tensa, la hacían sonar. Claro, la gente se moría de risa. Nosotros prendíamos la luz y el acomodador revisaba a los muchachos ubicados cerca de dónde había partido el cornetazo. Capaz que estaba en eso y sonaba en la otra punta, o en el medio de la sala… y el público, a la carcajada limpia”.
“Otros muchachos, acostumbraban soltar un pajarito. Cuando el pajarito veía reflejada la escena de una casa o un árbol se iba volando hasta la pantalla, chocaba, caía al escenario y volvía a dar vueltas. Cuando se cruzaba en el haz luminoso, la sombra agigantada de su figura se reflejaba en la pantalla… parecía la estampa de un águila…”.
“Conmigo, trabajó de ayudante, Juan Carlos Cassinelli, un muchacho que se suicidó muy joven y era hijo de un comisario “bravo” que hubo, acá, en Caseros. Este muchacho, también era hermanastro del ex-intendente Larralde”.
Juancito, además, fue operador de los legendarios cines Luchetti y Caseros. Su afición por la electricidad lo convirtió en un autodidacta del tema y no hubo plancha, radio, combinado o lavarropa caserino que no haya pasado por sus manos. Asociado a Camilo López, atendió un local, dedicado a la reparación de artefactos eléctricos, en la calle Urquiza, “al lado del mercado de Emilio Cafferata”.
“Camiló, quien falleció hace tiempo, fue un muchacho maravilloso”.
Junto a César Gavuzzo, Juancito instaló la iluminación del primer corso que se organizó en la calle 3 de Febrero, entre Valentín Gómez y Mitre. Para ese tiempo – los años 40 – ya vivía junto a su madre en los alrededores de “San Martín y Tapalqué”.
Después, se trasladó a su domicilio actual, en la calle Padre Carranza, entre Fischetti y Simón Bolívar.
“Al mes de mudarnos, mí mamá falleció”.
“En el centro de Caseros, todos me conocen como Juancito, pero en los alrededores de mi domicilio actual, me cambiaron el nombre y me dicen don Juan o abuelo”.
Soltero obstinado, vive solo y los vaivenes de los precios lo tienen a maltraer.
“Ya puse tres gestores para que me consigan la jubilación; tengo 26 años de aportes… pero, espero y no pasa nada”.
A esta altura de su vida, ya los contratiempos económicos no lo apechugan y se las rebusca previniendo cortocircuitos y emparchando cables pelados. Donde sí es millonario, es en afectos, reconoce: “amigos tengo muchos… y nunca tuve enemigos”.
Es bajito, menudo y de caminar ágil; también, anda mucho en bicicleta “aunque ahora está rota y me cuesta hacerla arreglar”.
Le dicen Juancito, don Juan o abuelo. Es una página querida del libro caserino.