Cuando lo entrevisté a Jorge Iglesias -hace ya un par de lustros – andaba por la vida haciendo invisibles los objetos mediante una técnica donde combinaba el arte y la ciencia. Si, amigo, leyó bien: hacía invisibles los objetos.
“Imaginate que en esa pared hay una canilla – me dijo Jorge mientras señalaba una pared donde no había canilla alguna – bueno, imaginate ahora que pintás al lado otra canilla exactamente igual… ¿Qué ves ahora?”
– Dos canillas -respondí.
– Bien, sigamos… si yo hago, sobre la primera canilla, el proceso inverso que utilicé para pintar la segunda canilla; entonces, la primera canilla se hace invisible, concluyó con simpleza. Confieso que puse cara de que había entendido y desvié la charla sobre su recorrido artístico.
Pintor apasionado, armonizando el arte y la ciencia logró lo imposible: la invisibilidad de los objetos. La exposición de sus obras causaba asombro en los espectadores. Su trayectoria se caracterizó por el esfuerzo investigativo.
Su infancia remite a un pibe que vivía en la calle Lisandro de la Torre, entre Mitre y Esteban Merlo, junto a sus padres: Ñata Dagnino y Delfín Iglesias.
Con pretensiones de guardavallas, defendió el arco de JHEMPEM (“se llamaba así porque eran las iniciales de cada uno de los que lo integrábamos”), equipo que facilitaba las goleadas contrarias.
Cursó la primaria en el colegio Nuestra Señora de La Merced y el comercial en el José Hernández donde no figuró precisamente en el Cuadro de Honor. Es probable que su desteñida performance como aspirante a Perito Mercantil se haya originado en que su espíritu navegaba por las antípodas de los libros de contabilidad.
“Me recuerdo siempre pintando; tenía esa pasión ya desde pibe…”. También, lo desvelaban los infinitos interrogantes filosóficos que plantea la vida y, en este aspecto, desde chico comenzó a desandar un camino de soledad.
Sus tiempos mozos lo encontraron trabajando como administrativo en el Hospital Carrillo y como alumno del taller de Ceferino Rivero (“maestro Rivero… profesores de Bellas Artes iban a perfeccionarse con él”) donde se sentía “contenido” junto a pares que dialogaban en el mismo idioma.
Tenía apenas veinte años cuando se creyó capaz de otorgarle invisibilidad a los objetos pero la caja de fósforos elegida se negó a esfumar su arquitectura.
“No sé si puse suficiente esfuerzo para hacer invisible el objeto o, tal vez, no tenía la madurez necesaria para lograrlo”.
En tanto, su trayectoria como pintor continuó desarrollándose sin pausas. Quedó entre sus recuerdos la primera exposición en las galerías Lirolay, muestra que le abrió as puertas de la conocida Witcomb y le generó una invitación para brindar una conferencia en el CAIC, recinto de vanguardia artística.
Su desarrollo pictórico se caracterizó por una búsqueda obsesiva y apeló a distintas fuentes para reforzar los conocimientos que le otorgaron la autoridad rigurosa al momento de concretar una obra.
A pura pasión, ubicar un punto en un cuadro tenla que poseer la justificación exacta. Estudió Óptica, Sicología de los colores, Anatomía…
“La vinculación del arte y la ciencia no es extraña. La gente cree que un pintor es un bohemio encerrado entre paredes, siempre pintando. No es así. Es necesario tener conocimientos científicos. Quizá, el mejor ejemplo sea Leonardo o la relación Lacán y Dalí…”, detalló con entusiasmo.
Jorge continuó con la enumeración y expuso un bagaje de conocimientos concebido en infinitas horas de estudio. Reconoció que es en el arte donde lograba su mejor concentración y conseguía detener el mundo mientras pintaba.
“Descubrí, también, que a mis problemas personales -luego de pintar- los veo desde otra perspectiva”, confió.
El perito mercantil reconoció que no se supo manejar económicamente… “generalmente, cuando un pintor deja el taller, ingresa al circuito comercial”.
Cuando se desvinculó del taller de Rivero, Jorge prefirió el camino arduo de la investigación relacionada con el arte, intentando resolver los interrogantes originados en la eternidad de los conflictos artísticos. Claro que, en esa contienda, también debió atender cuestiones más terrenales como arribar indemne a fin de mes.
“Para esa época, trabajaba en las oficinas de una fábrica de hebillas… pedí que me sacaran de allí, que me designaran operario para que me dejaran atender una máquina automática que no me impidiera pensar en mis cosas mientras la manejaba”.
A pura pasión, estudió la trayectoria lumínica remontándose a los tiempos prehistóricos cuando los primeros humanos plasmaron sus obras en lúgubres cuevas.
“La historia de la pintura es la historia de la luz”, sostuvo. Su curiosidad infatigable, lo llevó a desarrollar una teoría de la luz que, años atrás, fue señalada para nominarlo como candidato al Premio Nobel de Física.
Con el tiempo, dictó seminarios en Europa y EEUU, expuso en numerosas salas, recibió la “Orden de los Luises”, junto a personalidades como Julio Bocca, Mariano Grondona, Atilio Stampone…
De aquel pibe que concurría al colegio La Merced a este hombre nominado a la gloria hay una historia de esfuerzo sin concesiones quizá incomprendida por algunos, como tantas veces ha ocurrido.
Hace unos años, el hijo de la Ñata y don Delfín se mudó a José Ingenieros, a metros de Lope de Vega y General Paz. Desde entonces, le perdí el rastro pero, a pesar del tiempo pasado (creo no equivocarme), lo imagino pertinaz, en su búsqueda inclaudicable.