Quienes tuvieron la oportunidad de viajar a Europa repiten lo maravilloso que es contemplar la torre Eiffel, el Coliseo Romano o La Alhambra. Casi inmediatamente, señalan también que entre sus mejores recuerdos figuran el respeto, la prolijidad, la limpieza, la seguridad, la puntualidad o el orden vehicular imperante; la sensación, además, de que las cosas funcionan.
Si bien nuestro país carece de esplendores propios de culturas de siglos, puede jactarse, a cambio, de poseer maravillosos prodigios naturales.
Sí (y es doloroso) claramente, nos falta recorrer un extendido tramo para equiparar lo restante que es esencial para vivir mejor.
Quienes residimos en estas latitudes, hemos naturalizado la irrespetuosidad, la falta de limpieza, el caos vehicular, la inseguridad y anarquías afines. Y, además, nos resignamos a que las cosas no funcionen.
Peor aún, estamos tan acostumbrados, lo hemos internalizado de tal forma, que ya irregularidad alguna nos sorprende. Es más: nos sorprende, sí, encontrarnos con un espacio limpio, ordenado, que nos traten amablemente en un negocio o en una oficina pública. 0, por mencionar alguna cotidianeidad: cuando observamos a un vecino que pasea a su mascota y lleva una bolsita en sus manos.
Lo paradójico es que si bien están fuera de nuestras posibilidades los milenarios esplendores del hemisferio norte… nada nos priva de alcanzar todo lo demás. Nada, absolutamente nada impide que respetemos como propio el espacio público, que seamos puntuales, ordenados, amables, educados…
Todo esto se encuentra a nuestro alcance y ¡qué paradójico! son virtudes que alguna vez poseímos y paulatinamente fuimos perdiendo. Desconocemos el motivo por lo que esto sucedió y también sobre cómo revertir la situación. Pero es preciso que tomemos conciencia de que algo estamos haciendo mal. Muy mal.