Era un lunes frío que se esmeraba en ser lluvioso cuando lo entrevistamos a Mauri, años atrás.

Café de por medio, charlamos en un bar de la calle Valentín Gómez, frente a la estación, al que nuestro entrevistado todavía llamaba “El Pampa”.
El hombre llevaba más de medio siglo en un oficio que dice apasionarlo: joyero.

“Empecé a los trece años, en la calle Libertad; mientras fui aprendiz, trabajé con artículos de cobre; después de un tiempo, el patrón me dejó trabajar el oro”, confió.

Sus padres habían escapado de Rumania, perseguidos por los salvajes progroms antijudíos. “Fueron protegidos por familias católicas que primero los escondieron y luego los ayudaron a huir”.

Don José y doña Ana – así se llamaban- se afincaron en La Paternal. “Allí nací y fui el séptimo entre nueve hermanos”, contó.

Infancia de privaciones; un dormitorio con postigones que enmarcaban la obligada galería.
“Era una de esas casas con puertas abiertas, día y noche ¿Quién iba a tocar algo?”. Y si bien don José -carpintero- transpiraba de sol a luna para que no escaseara el puchero, contaba con la “idish mame” que con poco se las componía para que algo humeara a la hora del almuerzo.

“Mis viejos eran muy materos… recuerdo que mi papá se levantaba a las cinco, se sentaba en un rincón de la cama y se ponía a matear hasta la seis que iba a trabajar”.
Las estampas evocativas se fueron sumando… “Admiré mucho a mi hermano Pedro, fue como un ídolo para mí”; “Fui hasta sexto grado, nomas”; “Nos íbamos pasando la ropa de unos a otros”.

De almidón, tango y gomina, los años ´40 llegaron a su vida e hizo número en los sábados danzantes de Atlanta; veladas que se inspiraban bajo los compases de D’Arienzo, Brunelli, Canaro, Pugliese… “¡Me gustaban esas milongas atorrantas! las chicas iban a bailar acompañadas por sus madres y, cuando se dormían, nos íbamos tras el paredón del club”.

LLEGA OLGA A SU VIDA

Cierta tarde, en una esquina porteña, le presentaron a una piba caserina – Olga Bronstein – que le hizo algo en el corazón. “Ese día, charlando, caminamos como 50 cuadras”.
Al mozo milonguero, le acometieron súbitas ganas de conocer los pagos de la famosa batalla que fue bisagra de la historia nativa.

“Acá, en Caseros, dábamos la vuelta al perro… paseábamos por la calle 3 de Febrero, íbamos al cine Urquiza y terminábamos comiendo pizza en lo de Ottonelli. Venía a visitarla los martes, jueves, sábados y domingos… regresaba a casa con el colectivo N° 5 que salía de la calle Alberdi; los choferes me conocían y como yo, durante el viaje, me quedaba de apoliyo, ellos me avisaban cuando llegábamos a Juan B. Justo… ‘ Che, Rubio – me decían – despertate…’ ; y si alguno de los conductores no me conocía, yo seguía de largo hasta, por lo menos, el hospital Durand”.

Cuatro años más tarde – el 18 de marzo del ’50 – y no se sabe si fue porque aumentó el boleto del colectivo o porque no podía más de amor, el hombre dijo sí y pisó la copa del casorio, acorde al rito judío.

El matrimonio tuvo una hija – Susana – y dos nietos: Gastón y Carola.
“Cuando Gastón tenía once años fue reconocido como el radioaficionado más joven del mundo y la cancillería argentina lo distinguió con un diploma”.

“Mi flamante suegro tenía un local de venta de colchones en 3 de Febrero y Mitre; me cedió una de sus vidrieras para que yo empezara aquí, con mi trabajo de joyero. Más adelante, cuando Doralio Marisi inauguró su galería – en 3 de Febrero y La Merced – le alquilé uno de los locales… esa inauguración fue todo un suceso; la gente hacia cola para entrar a conocerla. Allí trabaje durante casi veinte años; cuando me fui, me hicieron una despedida”.

De a poco, fue prosperando y, con el tiempo, se sumaron al negocio sus hermanos Pablo y Fernando.

El hombre no sólo se ocupó de hacer crecer su comercio; además, se destacó por su aporte continuo a la comunidad. Fue integrante de la Cooperadora Policial; vocal del ACA (filial Caseros); delegado del Banco Cooperativo; presidente del Rotary Club Caseros y presidente del Taller Protegido, de Martín Coronado… esa inmensa institución que tanto hace por las personas discapacitadas.

“Yo era vocal del taller y, en una oportunidad, llegué tarde a una asamblea; al ingresar, sentí que me aplaudían: me habían elegido, sin consultarme, como presidente… después, me fueron reeligiendo. Menos mal que mi señora es de fierro y me aguanta; ella dice que yo tengo el si flojo; que si fuera una mina, andaría siempre embarazado”, confesó con su media sonrisa.

Entre sus pasatiempos se destacaban entreverarse al buraco y contar muchos, infinitos chistes. A pesar de mostrarse afectuoso, cálido, reconocía que “como buen pisciano, me pongo chinchudo cuando me quieren prepear”.

Aquel pibe de La Paternal, de bigotito fino y sonrisa pícara, vivía en la calle Valentín Gómez, entre 3 de Febrero y San Martín. Se llamaba Mauricio Altman pero acá, en estos arrabales del planeta, todos lo conocíamos por Mauri.
Falleció el 30 de agosto de 2013, a sus 88 años.