Parecía mentira que Guillermo Alfredo Razeto superara sus ocho décadas de vida. Alto, flaco, ágil, fuerte, el hombre regenteaba la cochera de la calle Hornos entre Mitre y La Merced.
Saltaba de un auto a otro, los movía, estacionaba, abría y cerraba el portón de entrada, corría de aquí para allá, daba indicaciones a los gritos. También, manejaba un remolque Ford 350 que ya era una postal de Caseros.
Al trabajo jamás le escapó. En su infancia fue, al mismo tiempo, alumno de la escuela 33 y ayudante todoterreno de su padre, don Alfredo Pablo Alejandro, en el taller mecánico de campo que éste había montado en avenida San Martín, entre Bonifacini y Fischetti, allá por los años ’30.
“Mi padre era muy inteligente, tenía una gran capacidad para arreglar cualquier cosa de mecánica; era algo innato en él…pero era un poco nulo en todo lo relacionado con los números”, recordaba Guillermo.
Razeto fue caserino de pura cepa; al igual que sus padres y sus abuelos. Su madre fue descendiente de los legendarios Vexina.
Cuando su padre trabajaba como mecánico en la Fuerza Aérea, le cupo el honor de salvar la vida del presidente Justo. “Mi viejo, antes de un vuelo, le insistió a Justo para que se colocase el cinturón de seguridad; en ese vuelo, se produjo un accidente y, gracias a la insistencia de mi padre, el presidente se salvó. Fue un hecho que resaltaron los diarios de la época”.
También Razeto acompañó a su padre cuando convirtió al taller mecánico de avenida San Martín en la primera concesión de YPF, en Caseros.
“Yo hacía de todo allí… había un sereno que era un tipo fantástico, un andaluz, José Cruz se llamaba. La estación de servicio se cerró en el ’54 porque mi viejo estaba cansado de los problemas que originaba el racionamiento de la venta de nafta”, se lamentaba.
Ya Guillermo había cumplido la conscripción en el Liceo Militar, período del que guardaba los mejores recuerdos y grandes amigos a los que por más de medio siglo continuó frecuentando. “Los jóvenes de hoy tendrían que cumplir (por lo menos) tres meses de conscripción… el servicio militar no le hace mal a nadie”, advertía.
De sus tiempos mozos, se recordaba como cliente de la carnicería de Gallo (Bonifacini y avenida San Martín) y como parroquiano del Bar Los Pichones, legendario reducto de av. San Martín y Fischetti que tenía tres canchas de bochas.
En tiempos donde sobraban los baldíos, supo prenderse en algunos picados donde fatalmente lo enviaban a jugar de arquero porque, reconocía, “era flor de tronco”.
Antes de hacerse cargo de la cochera y del remolque, condujo durante casi dos décadas un Cadillac “de siete asientos” que tanto alquilaba para casamientos como para cortejos fúnebres.
A nuestro vecino no le gustaba bailar ni tampoco era de ir a la cancha, “aunque de jovencito era socio de Chacarita”. Tampoco se lo iba a encontrar prendido a un libro. De la tele, se enganchaba “con algunos partidos, y eso sí, me gusta ver las jineteadas y todo lo relacionado con lo folklórico…en fin, soy poco divertido”, reconocía.
Lo suyo, sin duda, pasaba por otro lado. Le gustaba tener amigos y se lo veía vivaz cuando saludaba a los vecinos… ¡¿quién no conocía a Razeto?!.
Defendía la cultura del trabajo y sostenía que una de las carencias de los actuales jóvenes es “que no saben levantar un ladrillo del suelo mientras nosotros, aunque tuviéramos títulos, sabíamos hacer de todo”.
Frugal en la comida, aunque devoto del pan con manteca, tenía hábitos sobrios y cumplía rigurosamente con la hora de la siesta. Desbordaba vitalidad y buen carácter; sólo se ensombrecía cuando recordaba a su esposa, María Julia Ganuza, fallecida años atrás. El matrimonio tuvo dos hijos, Rubén y Patricia.
Hombre de palabra y poco amigo de las deudas, declaraba ser afiliado radical… “aunque si un político es bueno, aunque sea de otro partido, lo aplaudo igual… por ejemplo, recuerdo a Juan Concarini que fue un concejal peronista, una excelente persona”. También tenía muy buenos recuerdos del comisionado Cerdeiro y de Martín Fernandes D’Oliveira.
Su frase de cabecera era “hablando mal y pronto”, que anteponía para cerrar un pensamiento; tenía memoria de elefante y era sumamente respetuoso en el trato. Concurría a misa cada domingo para agradecerle a Dios, entre otras cosas, que le permitía “apechugar la vida”.
Falleció el jueves 13 de febrero de 2014 (hoy se cumplen el 10º aniversario de su partida) a sus 87 años, mientras pasaba unos días en su apreciado Mar de Ajó. Fue un querido personaje de Caseros.