En 2010, a pocos días del asesinato de su hijo Carlos Alberto, entrevistamos a Edith Valentina Lucero, quien por entonces tenía 68 años y sobrellevaba su dolor en su domicilio de la calle España, casi esquina Urquiza.
La fachada de su vivienda estaba recorrida por una reja que la cubría de punta a punta. Casi todas las casas de los alrededores estaban (y están) protegidas con rejas.
El comedor de la casa de Edith era amplio, muy prolijo, luminoso. En un rincón se levantaba un hogar estufa que hablaba de tiempos felices alrededor del fuego.
Por todos lados, se veían retratos de los dos Carlos que más amó en su vida: su esposo y su único hijo, los dos fallecidos trágicamente.
No había imágenes religiosas en el comedor, no las había en toda la casa: “Las saqué a todas, a todas. Estoy enojada con Dios”, indicó y fue imposible no comprenderla.
“¿Dónde estaba Dios cuando mataron a mi hijo?”, se preguntó. Encontramos una mujer de presencia enérgica aunque cruzada por el dolor. Luchaba para sentirse fuerte y sólo se permitía desmoronarse cuando evocaba a sus dos amores.
En aquella oportunidad, relató Edith:
“Nací en San Juan pero en el ’44, después del terremoto que los dejó sin nada, mis padres se instalaron acá, en Villa Alianza, en la otra cuadra.
“Mi papá era Crispín Lucero, un hombre muy trabajador que cuidó de mi madre y de nosotras, sus cuatro hijas. Volvía de trabajar y se dedicaba a la quinta para que jamás nos faltara nada. Nunca tuvimos lujos pero siempre vivimos dignamente. “Sobre todo, nos enseñó el respeto y el amor por la familia. A nuestros padres, jamás los tuteamos; ellos estaban orgullosos de sus hijas y nosotras, orgullosas de nuestros padres.
“Hace diez años, perdí a mi esposo. Él se había quedado sin trabajo en la fábrica y se empleó como remisero. Una vez, llevó a tres jóvenes, bien vestidos y correctos, hasta Perú y Puan. Allí le gatillaron cuatro veces en la cabeza. La bala no salió y los delincuentes se fueron corriendo para el lado de la villa, después de robarle la recaudación del día y el estéreo.
“Él era cardíaco y volvió a casa delirando. Como yo lo veía muy mal, lo llevé a varios hospitales pero me decían que estaba así por los nervios. La último noche, se quedó parado frente a la ventana, delirando y repitiendo: “Gordi, eran tres chicos, apenas tres chicos…”. Falleció a las dos de la mañana. Tenía 56 años.
“Mi hijo se llamaba igual que su padre: Carlos Alberto Bonanno; era grandote, medía más de un metro ochenta y pesaba casi cien kilos. Era buenísimo, bonachón, apacible. Jamás me originó un problema. Nació el 5 de octubre de 1969. Fue a la primaria y la secundaria a la escuela de Lisandro de la Torre y Urquiza. El último año, lo habían elegido como ‘el mejor compañero’.
“No tenia vicio alguno: ni siquiera fumaba. Trabajaba desde sus catorce años; especialmente, en todo lo relacionado con lo que era su pasión: la mecánica. Cuando le sobraba algún peso, lo gastaba en pianos o en revistas y libros de mecánica. Le gustaba mucho ir a las exposiciones de autos.
“Era muy servicial, tanto para lo que necesitaran los tíos o los vecinos. Él siempre se brindaba a todos.
“A fin de enero del año pasado, se pudo comprar una Chevrolet Meriva por un plan de ahorro previo. A los dos meses, intentaron robarle, también en Perú y Puan, donde habían asaltado a mi esposo, pero pudo escapar aunque le destrozaron gran parte del auto. Volvió a casa muy amargado pero yo lo tranquilicé diciéndole que por suerte a él no le había pasado nada.
“Después de que falleció mi marido, él hizo lo imposible para que yo me sintiera bien. Me decía: ‘Vieja, no llores porque así no voy a poder seguir adelante… ‘, y yo me mordía pero no lloraba. Me llevaba a pasear a los lugares que me llevaba mi marido: Baradero, San Pedro, Cascallares… lugares tranquilos, donde hay agua. No tengo un sólo mal recuerdo de mi hijo.
“Él tenía la costumbre de levantarse temprano, a las cinco, y se sentaba a la mesa, para tomar el té. Yo me levantaba para que no desayunase solo. Venía al comedor, le daba un beso en la cabeza y lo acompañaba. Él se vestía y las seis, me daba un beso y se iba a trabajar a la remisería. Volvía a las seis, siete de la tarde.
“Hacía cinco meses se había puesto de novio con Marisa, una chica que ahora no encuentra consuelo. Él tenía muchas ilusiones y yo estaba muy contenta porque lo veía a mi hijo tan feliz. Para la segunda semana de febrero habían alquilado un bungalow en Colón (Entre Ríos) para pasar unas vacaciones juntos.
“El martes 1 de febrero, Carlitos se levantó y se puso una camisa a cuadritos y la corbata porque siempre iba a trabajar con corbata. Volvió al mediodía y comió de parado en la cocina. Yo me despedí porque tenía que ir al médico, en Coronado. Me dio un beso y me dijo que me cuide del calor. A las cuatro menos diez todavía estaba en la sala de espera del médico y me agarraron unas ganas muy fuertes de venir a casa…
“Me dijeron que a mi hijo lo mataron entre las tres y media y las cuatro, yo sé que fue a las cuatro menos diez…”.