En Caseros, tiempo atrás, la vereda era el gran escenario de la infancia. Se jugaba a la escondida, a la pelota, se dibujaban rayuelas y se compartían aventuras con chicos de toda la cuadra. Las casas bajas, con sus puertas abiertas y vecinos a los que se conocía por nombre, daban lugar a una niñez comunitaria, libre y callejera.
Hoy, en medio de la creciente construcción de edificios, esa escena se transforma. Los chicos ya no bajan solos: muchos viven en departamentos y su patio es un balcón. Juegan entre paredes, conectados a pantallas, y sus vínculos barriales se reducen al saludo con algún vecino en el ascensor.
Sociológicamente, esto cambia todo. Donde antes se cultivaba el juego espontáneo y la interacción cara a cara, ahora reina la vida más controlada y privada. La calle, que alguna vez fue una extensión del hogar, se vuelve ajena o peligrosa.
No se trata de nostalgia vacía, sino de comprender cómo los modos de habitar también moldean nuestras infancias. Y quizás debamos preguntarnos: ¿qué espacios estamos dejando a nuestros chicos para que puedan ser chicos de verdad?.