Décadas atrás, en Caseros – como en otros pueblos – tener un gallinero en el fondo de casa era tan común como la higuera, la parra o la quintita. No era lujo, era necesidad: los huevos frescos gracias a la fogosidad del gallo, la gallina que “se ponía clueca” y nos aseguraba pollitos nuevos… y hasta el caldo dominguero con una de las más viejitas.
Gallineros forjados con lo que había: unos postes, algo de alambre tejido, un techo de chapa o cartón alquitranado y una puertita improvisada. No se necesitaba más. Las gallinas dormían en los palos, comían maíz o sobras de la cocina, y andaban sueltas entre las hojas secas y las damajuanas.
Tener gallinas era tener autonomía. En épocas de vacas flacas, esos gallineros eran casi un acto de resistencia doméstica. Un modo sencillo de asegurar el pan y el huevo sobre la mesa.