En 1958, un niño de apenas doce años, llamado Roberto Fernández, llegó desde su Salta natal a Caseros, junto a sus seis hermanos.
La familia se instaló en Esteban Merlo, entre Lisandro de la Torre y Santiago Zanella (ex Francia), en una casa alquilada a don García, un apasionado folklorista que, junto a su vecino Delfino Iglesias, proyectaba películas en plena calle sobre una pantalla improvisada con sábanas.
Uno de los chicos del barrio, Víctor Maurín, lo recuerda con afecto: “Yo era medio atorrante, pero el salteñito era todo lo contrario: reservado, serio, recto… eso sí, un tronco para el fútbol, pero vivía creando canciones y tocando la guitarra. Su mundo era la música”.
Con el tiempo, ambos se hicieron grandes amigos. “Dos por tres venía a tomar la leche a casa”, cuenta Víctor. Juntos fueron a inscribirse en la secundaria del Colegio 222, del Barrio Evita.
Una anécdota le quedó grabada a Maurín: “Como era obligatorio el delantal blanco y a mí me daba calor, le di el mío a él y terminé anotándome en otro colegio”, recuerda con una sonrisa.
En la adolescencia, Roberto comenzó a destacarse por su voz. Junto a Víctor practicaban pesas y natación en el Club Defensores de Santos Lugares, donde conocieron a un representante artístico que se entusiasmó con su talento y le puso como seudónimo Tony Daniels. Aunque esa alianza no prosperó, el joven no se rindió y formó su propio grupo: Los Atómicos, con el que actuó en clubes y en el popular programa Ritmo y Juventud.
Tenía quince años cuando conoció a Irma Sirello, hija del carnicero de Directorio y Francia, en un picnic. “Irma fue su gran amor”, asegura Víctor. Con el tiempo, se casaron y tuvieron tres hijos: Roberto, Daniel y Hernán.
Su talento llamó la atención del recordado Antonio Barros, “Papá Ventanero”, quien lo lanzó al éxito bajo el nombre artístico Beto Fernán. Su canción “Noche de verano”se convirtió en un verdadero hit que sonaba en todas las radios, y pronto comenzaron las giras, los bailes y la televisión. En esos años, cuando a Palito Ortega lo llamaban “El Rey”, a él lo bautizaron “El Príncipe”.
Pese a la fama, Víctor asegura que Beto nunca perdió la humildad. “Era el mismo muchacho sencillo de siempre”, dice.
Pero el tiempo pasó, y como suele ocurrir, el éxito se fue apagando. Idealista y poco atento a los negocios, fue víctima de quienes se aprovecharon de su buena fe.
Sin embargo, nunca se apartó de la música: ingresó como tenor en el Coro Polifónico Nacional y siguió cantando con pasión.
Cuando el brillo del escenario se apagó, trabajó en lo que pudo: remisero, cobrador, empleado, siempre con el mismo espíritu de lucha. En 1975, buscando estabilidad, ingresó en la Armada, con la ilusión de formar parte de su banda musical. Pero aquellos años difíciles lo marcaron profundamente.
El 11 de octubre de 1980, la noticia sacudió a sus amigos: Beto Fernán se había quitado la vida. “Debió haber sufrido mucho – señaló Víctor – no quise ir a su velorio… preferí recordarlo como el joven lleno de ilusiones que conocí”.
Así partió Beto Fernán, el muchacho salteño que llegó a Caseros con una guitarra, un sueño, y la nobleza de quienes jamás dejan de creer en la música.