Tenía apenas dieciocho años cuando se convirtió – el 1 de mayo de 1982 – en la primera baja que tuvo la Fuerza Aérea durante la guerra de Malvinas.
Una plazoleta ubicada en proximidades del aeropuerto de Comodoro Rivadavia, lleva su nombre como también lo lleva una calle de Barrio Evita (Caseros), nuestro barrio.
HÉCTOR, MI HERMANO
En cierta oportunidad, Griselda Estela, su hermana menor lo recordó así::
“A él no lo veíamos desde el 11 de enero de 1982 cuando se fue de casa para cumplir con el servicio militar. Pasaron varios días hasta que mediante una carta nos avisó que lo habían enviado a la 9° Brigada Aérea, en Comodoro Rivadavia. A las pocas semanas, por intermedio de otra carta, nos notificó que para el 2 de abril, justamente ese 2 de abril, tenía asignados unos días de franco y regresaría a Caseros para visitarnos.
“Ya estaba en Malvinas cuando nos escribió para relatarnos lo que estaba viviendo, que no tenía temor alguno y que estaba lleno de orgullo por defender nuestra bandera y nuestra patria. Nos enteramos de su muerte unos cuantos días después. Una noche, golpearon a la puerta de casa, en Barrio Evita, dos militares y un sacerdote para darnos la noticia. Mi mamá se puso tan mal que, llena de dolor, hasta quiso agredir al religioso. Con el tiempo, ella insistió para que repatriaran sus restos pero le dijeron que su cuerpo allí, en Malvinas, era una manifestación más de presencia y soberanía argentinas en las islas.
“USTED TIENE QUE ESTAR MUY ORGULLOSO POR EL COMPORTAMIENTO DE SU HIJO”
“En realidad, mi mamá jamás aceptó el fallecimiento de mi hermano. Por el resto de sus días, creyó que él volvería. Algunas mañanas me decía: “Soñé que Héctor volvía”. Toda nuestra familia tardó en enterarse en cómo murió mi hermano. Ante la insistencia de mi papá, un oficial de la Fuerza lo invitó a sentarse y le dijo: ” Mire, señor, su hijo, a pesar de sus jóvenes dieciocho años, tenía mucha conciencia del lugar en donde estaba y de la función que cumplía. Para todo, siempre se mostraba muy dispuesto. El día de su muerte, él había finalizado su guardia y, agotado, igualmente se ofreció a acompañar, en una carpa, a un soldado que estaba enfermo. Al momento del ataque, se estaba poniendo los borceguíes cuando lo alcanzó la onda expansiva de una bomba. ‘Señor: usted tiene que estar orgulloso por el comportamiento de su hijo”. “Lo estoy”, dijo mi papá.
“Cuando se difundió la muerte de mi hermano, todos los vecinos vinieron a solidarizarse. En ese tiempo, yo estaba en séptimo grado y en la Escuela 47 (Perú y Labardén), donde todos mis hermanos fueron alumnos, decretaron asueto. Con el tiempo, en el escenario, descubrieron una placa en su homenaje y era recordado en todos los actos escolares.
“LE DECÍA A MAMÁ QUE IBA A TRABAJAR MUCHO PARA COMPRARLE COSAS PARA LA COCINA”
“A mi hermano, en el barrio, le decían El Chino. Había nacido el 2 de junio de 1963, en Goya, Corrientes, pero a sus dos añitos, mis padres – Juana y Ladislao – se afincaron en Barrio Evita. Era un chico muy tranquilo, pacífico… jamás lo vi enojado. Era el mayor de los cinco hermanos: cuatro varones y yo, la única mujer… por eso, él me protegía. Era muy hogareño, muy mamero… le decía a mamá que iba a trabajar mucho para comprarle cosas para la cocina, para arreglar la casa.
Recuerdo que cada vez que cobraba por algún trabajo, me mandaba a comprar manzanas verdes que le gustaban mucho. No era de salir, no iba a bailar y ni siquiera al cine; cuando no trabajaba se la pasaba en la puerta de casa, con sus amigos, escuchando música…claro, en ese tiempo el barrio era tranquilo. Lo que sí le gustaba mucho era jugar a la pelota en la playita del Mercado. Debió ser un buen jugador porque lo venían a buscar siempre; incluso, llegó a jugar en las inferiores de Vélez aunque era fanático de San Lorenzo.
“Cuando se reabrieron los viajes a Malvinas, los primeros que viajaron fueron mi padre y mis hermanos. Más adelante, viajé yo. La tarde anterior a mi partida, me convocó el intendente Curto quien me expresó su adhesión al homenaje. Viajé junto a otros familiares de soldados fallecidos. En las islas, nos alojaron en Darwin y, cada día, nos trasladaban al cementerio. Nos atendía una familia inglesa y debo reconocer que lo hizo en forma excelente; incluso, se preocupaba por mi salud dado que yo estaba embarazada.
“En la tumba de mi hermano estaban las placas y los rosarios que habían dejado mis familiares: nadie había tocado nada. Visité Puerto Argentino y pude observar el lugar donde falleció Héctor. Los ingleses dejaron todo como estaba: se podían descubrir los pozos de combate y, escarbando un poco la tierra, se encontrar latas de conservas, envases, restos de uniforme, hasta una capa había… era muy fuerte mirar todo eso. Me cuesta explicar todo lo que sentí en ese momento: dolor, angustia, bronca hacia los ingleses… fue una mezcla de sentimientos.
CALLE SOLDADO BORDÓN
“Nosotros vivimos en la calle Sarratea, entre Mendoza y Aconcagua. Creo que fue en tiempos del intendente Dáttoli cuando se intentó cambiarle el nombre a la calle y ponerle el de mi hermano. Pero nos dijeron que no se pudo concretar porque era el nombre de un prócer de Mayo. Entonces, le pusieron el nombre SOLDADO BORDON a la calle Indio que corre a dos cuadras de casa.
“Cuando recuerdo a mi hermano, me aparece su figura tranquila, sonriente, con una camiseta a rayas coloradas y blancas y con pantaloncitos de futbol. Temprano, en la mañana de aquel 11 de enero de 1982, él se levantó y se vistió para presentarse a cumplir con el servicio militar. Mi papá ya se había ido a trabajar. Héctor no quiso despertarnos a nosotros, sus hermanos, y nos despidió con la mirada, desde la puerta del dormitorio. Le dio un beso y un abrazo grande a mamá y se fue para siempre, caminando por la calle Sarratea”.