Miguel Zielinski residía en la calle Fernandes D` Oliveira, entre Mitre y Esteban Merlo. Falleció el 25 de enero de 1999, a sus 88 años. Su hija política, cuando se produjo su deceso, nos remitió su historia de vida que fue publicada en Caseros y su Gente:
“De chico, vivió en una granja en la actual Bielorrusia. Había un bosque en las cercanías. Todo era aire, luz y verde. Pero las guerras se sucedían. Antes de la guerra del ’14, era Polonia, después fue Rusia y luego, otra vez Polonia, el granero de Europa que cambiaba permanentemente de manos.
“En 1929, Miguel tenía 19 años y su padre lo envió a América, en un barco de inmigrantes. El padre ‘olía’ la gran guerra y lo embarcó hacia América.
“En Argentina, el ‘polaco’ hizo de todo, hasta trabajar en los hornos de ladrillos; luego, comenzó con la madera.
“Durante muchos años, envió gran parte de sus ingresos a su familia campesina en Europa porque Miguel era un hombre bueno y estaba lleno de amor por los suyos. Nunca pudo traer a sus familiares a América y la guerra los diezmó.
“En 1940, se casó con una joven de la colectividad polaca y tuvieron un hijo. Vivian en la habitación de un conventillo porteño.
“Trabajando de sol a sol, construyó su casa sobre un terreno de 50 metros de fondo, en Caseros. Entonces, trajo a su mujer, a su hijo de seis años y a su pequeña beba. Ya por entonces, tenía – con varios socios, de los cuales quedaron solo dos – una pequeña fábrica de muebles en la que fue patrón y operario al mismo tiempo por más de 50 años. Y por más de 50 años también vivió en la casa que él mismo había construido, que fue agrandando y reformando a medida que las cosas mejoraban. Los hijos fueron bondadosos, respetuosos, estudiosos y entre los tres le dieron siete nietos, todos buenos y laboriosos.
“Los vecinos lo recuerdan con su bicicleta y su eterna sonrisa buena. Salía temprano, con lluvia o con sol, volvía a almorzar, descansaba un poco, salía nuevamente, regresaba al caer el sol.
“Así, toda una vida y cuando no estaba consiguiendo el pan para su familia, trabajaba en la casa sábados y domingos, porque este hombre muy blanco, bajo, musculoso, de escaso pelo rubio y tiernos ojos celestes, no tenía descanso. Trabajar era su esparcimiento y su mayor felicidad era ver a su familia reunida alrededor de la mesa. Fue el patriarca, el protector de su mujer y quien mantuvo unida a la familia. Nunca lo vi enojado; nunca lo escuché criticar a nadie; nunca, excepto en sus dolorosos últimos dos años, lo oí quejarse. Y cuando se quejó era de verdad…
“Ahora el patriarca se quedó dormido y sus cenizas reposarán pronto en el mar. Nos queda el recuerdo de su bondad, su permanente sonrisa, su trato afectuoso, su incansable laboriosidad. Y yo, que no soy más que su hija política, pero que lo he amado y respetado como un padre, le doy este pequeño homenaje póstumo a uno de los pioneros de Caseros y a una de las más bellas personas que haya habitado este planeta”.
Viviana Nicolini de Zielinski