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Antonio Vieito, el lechero de mi barrio

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Tenía su reparto por Caseros, Tropezón y llegaba hasta la por entonces casi inaccesible Billinghurst. El hombre era de Orense (España) donde había nacido, en 1905. Tras una dura infancia, se fue de su terruño, se embarcó como polizón y arribó a esta desconocida Argentina. Tenía apenas, diez años.

Aquí creció, trabajó, se consolidó y formó su familia. Nunca volvió, ni quiso volver a España. Como buen inmigrante, no le escapó al trabajo. Trabajo, trabajo y trabajo. Junto a su esposa, Amalia Estévez, y sus hijos Teresa Tita y Joaquín, vivía en la calle Dante, entre avenida San Martín y Rauch, desde donde iniciaba cada jornada su recorrido, en carro. Dos veces por día, todos los santos días.

Cada día, también esperaba al tren lechero que llegaba a la estación Lourdes, procedente de Cucuyo y Salto. Fue un lechero muy querido en el barrio. Su hija Tita, recuerda este episodio: “Estaba internada mi mamá y mi papá la acompañaba. Una radiógrafa del hospital reconoció a mi papá y le dijo: ‘Don Antonio, en mi familia nunca vamos a olvidar todas las veces que nos trajo la leche a pesar de que no se la podíamos pagar, siempre le estaremos agradecidos’… bueno, todo lo que hizo esa mujer por ayudar a mi mamá en el hospital, fue increíble… por eso es cierto que todo lo que uno da, después le vuelve”.

Don Antonio dejó el reparto en 1969, ya había reemplazado el carro por la motoneta. Hombre de muy buen carácter, fue un entusiasta colaborador de la Asociación de Fomento Fray Luis Beltrán. Falleció en 1983, a sus 78 años.

LECHEROS DE ANTAÑO

Refiriéndose a gente como don Antonio, alguna vez el periodista Oscar Aiello escribió: “El lechero era el único vendedor ambulante que pactaba con el cliente la provisión diaria de una cantidad determinada de su mercancía. Penetraba en las viviendas y en muchos casos sin la presencia de sus moradores, quienes le dejaban en un lugar habitual de la cocina el recipiente necesario. En aquel tiempo, la gran mayoría de las viviendas eran casas bajas, las puertas de calle permanecían abiertas por lo menos durante el día y la admisión del repartidor de leche implicaba una demostración de confianza de parte del cliente a la que el lechero se hacía acreedor con su correcto proceder. Pero en la esforzada tarea del lechero, además de la falta de refrigeración domiciliaria, había otra razón – ciertamente más importante – que originaba su infaltable presencia diaria: su propio concepto de que por ningún motivo debía interrumpir el suministro de leche a la clientela, especialmente contemplando la necesidad de los niños”.

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