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La Morocha de la calle Pringles llegó a los 100

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Son cien las veces que los ojos de Morocha miraron al cielo de Villa Mathieu y se encendieron con la llegada de las golondrinas. Y son también cien las velitas que apagó este domingo 21 de septiembre nuestra vecina de la calle Pringles, entre Mitre y La Merced.

El apodo “Morocha” le quedó para siempre. Cuentan los memoriosos que fue casi por descarte: su hermana Elsa era tan rubia que no había otra manera de diferenciarlas. Así nació el sobrenombre que es parte del paisaje del barrio.

Lydia Adela Vitale – hija de don Francisco y doña Ramona Paz – cursó en la Escuela Nº 8 (la que hoy es la 12), cuando todavía se escuchaban las campanas de recreo en la esquina de 3 de Febrero y Belgrano. Llegó hasta cuarto grado, y después fue la vida quien se encargó de seguir enseñándole: alegrías y tristezas, sonrisas y lágrimas, esas materias que no aparecen en los boletines pero que tanto, pero tanto forman a las personas.

Por entonces, desde la vereda de su casa se podía ver hasta la estación: baldíos interminables, gallineros y sábanas flameando al sol.

Don Francisco partió temprano y fue la madre, Ramona, la que se puso la familia al hombro, pedaleando sin descanso en una máquina de coser que sostuvo el futuro de las hijas Vitale.

Dicen que fue en Loubet – hoy Spandonari – o tal vez en Mitre, por donde andaba el 141, cuando un picaflor audaz le pidió permiso a la Morocha para acompañarla. Ella dijo que no… sus ojos la desmintieron.

Fue el padre Juan García Savio, párroco de La Merced, quien casó a Morocha y Pablo Antonio Abiuso (picaflor atrapado) en diciembre de 1945.

De aquel “sí” nacieron dos hijos – Silvina y Luis – y más tarde cinco nietos que llenaron de vida la casa: Uriel, Demián, Germán, Amador y Adela.

Patio de la Morocha

La vivienda de la calle Pringles fue siempre hospitalaria. Patio abierto para cumpleaños, navidades y reuniones familiares. También refugio de juventud: tiempos en que los “asaltos” eran juntadas con sanguchitos, bebidas y el infaltable wincofón girando con Los Beatles.

Con el correr de los años, Morocha supo ganarse el cariño de todos . Se rodeó de amigas entrañables – acá aparecen Carmencita, Ana, Elsa, Beatriz, Pierina y varias más – y nunca perdió esa capacidad de lucha ni la generosidad que la hizo querida en cada rincón del barrio.

Hoy, a sus cien años, Morocha se cuida, reza con devoción (es muy religiosa) y sigue levantando la vista para ver pasar las golondrinas, como lo hizo desde chica.

Y así es, vecinos y vecinas: la Morocha de Caseros ya está lista para mirar por cientouna vez el cielo que la acompaña. ¡Qué grande, Moro!

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