Tenía seis años cuando trepado a las ramas del níspero plantado en el fondo de casa, disparaba mis sueños y fantasías. Colgado entre las hojas verdes, yo era Cisco Kid, era Tarzán y ese tronco mi fortín, mi castillo… ahí lidiaba contra tigres y comanches.
Además, ese árbol testigo de aquellos combates, me recompensaba con su dulce fruto.
Yo prefería al níspero. Tal vez porque limitaba con el terreno del vecino y porque su tupida copa transgredía esa línea fronteriza.
En mi casa de la calle Garay (ex Tuyú) al 5600, se empinaban naranjos, membrillos, limoneros, ciruelos, mandarinos, hasta higueras que poco recomiendo escalar dada la fragilidad de sus ramas que inducen al porrazo. Por experiencia, lo digo.
Una tarde de siesta, con arriesgada destreza, recorrí unas ramas delgadas y accedí al techo de casa… ¡el techo de casa!… un nuevo planeta; sentí, creo, lo mismo que el Cristóbal de 1492.
Con el corazón al galope, recorrí ese continente que se me presentó desnivelado. Descubrí un gran tanque sobre la parte superior del baño. Se me antojó gigante, a cielo abierto, y le di categoría de aérea pileta olímpica.
En realidad, era el antiguo estanque (ya en desuso) que suministraba agua a las canillas. Por faltarle la tapa, se llenaba de cuanta porquería transportara el viento.
Cuando conté la exploración a mis padres, me prohibieron terminantemente repetirla.
Ellos ya hace tiempo partieron y, desde el cielo, saben que hice caso.
Aquel árbol de níspero compinche de mis aventuras, también me prestó sus ramas para desahogar mi angustia y dolor de hijo cuando, en septiembre de 1955, vino un soldado a casa, con la triste noticia “oficial” de que mi papá, miembro del Ejército Argentino, había muerto tras el bombardeo una caravana de camiones (en la que él viajaba) que transportaban municiones a Córdoba, en defensa del gobierno de Juan Domingo Perón.
Mi viejo había muerto. Fue medio mes de dolor y búsqueda del cuerpo, para toda la familia; mi hermanita apenas si tenía tres añitos. Durante esos quince días, el níspero fue mi compinche y refugio en ese tiempo de dolor que me marcó para siempre… seguramente se preguntarán, a estas alturas, porque subrayo lo de los “quince días”.
Ocurrió que tras ese lapso, estaba en la vereda de la casa de mis abuelos, junto a mis primos, cuando desde la esquina, por la calle Tuyú, veo aparecer a mi viejo, caminando y de uniforme… ¡Había regresado! ¡Mi viejo estaba vivo!.
Explicó él: sus superiores le habían ordenado integrar, junto a civiles de Vialidad, una misión a Córdoba con el objetivo de defender el gobierno constitucional. Pero, en medio del camino, los jefes decidieron plegarse a la sublevación.
A quienes optaron por rebelarse (como mi viejo), militares y civiles, los metieron en los calabozos a lo largo de dos semanas.
Nunca supe de donde salió la perversión de mandar un soldado a avisar de su muerte. Sí supe que el reglamento indica que el encargado de avisar de la muerte de un militar debe cumplirla alguien de rango superior, precepto incumplido en el episodio de mi viejo.
A mis trece años, nos mudamos de aquella casa de la calle Tuyú. Pasó ya más de medio siglo, con rencores olvidados (o mejor dicho, superados) y yo continúo extrañando al níspero de mi niñez. Ahora ustedes saben porqué.
Jorge O. Abiuso